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Fiona Pardington: La nigromante del objetivo

Publicado el: 27 Diciembre 2024

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 7 minutos

Fiona Pardington transforma los museos en morgues lujosas y los bodegones en manifiestos existenciales. Mientras algunos fotógrafos se agotan documentando la realidad como contables de la imagen, ella diseca lo real con la precisión quirúrgica de un médico forense poseído por el espíritu de Caravaggio.

Escuchadme bien, panda de snobs, hay artistas que te abofetean con sus imágenes y otros que te apuñalan lentamente con su objetivo. Fiona Pardington (nacida en 1961), esta maga neozelandesa de la fotografía, pertenece definitivamente a la segunda categoría. Su obra es un festín caníbal donde la belleza devora la muerte y donde la muerte engulle la belleza.

Aquí hay una artista que transforma los museos en morgues lujosas y los bodegones en manifiestos existenciales. Mientras algunos fotógrafos contemporáneos se agotan documentando la realidad como contadores de imágenes, Pardington diseca lo real con la precisión quirúrgica de un médico forense poseído por el espíritu de Caravaggio. Ella es la Medea del cuarto oscuro, sacrificando a sus sujetos en el altar del arte para resucitarlos mejor en una nueva dimensión estética.

Tomemos su serie de “heitiki”, esos colgantes maoríes tradicionales de jade. Cuando el establecimiento fotográfico se contenta con catalogar estos objetos como curiosidades etnográficas, Pardington los transforma en iconos alucinados, flotando en un vacío fotográfico que haría palidecer de envidia a Mark Rothko. Es Bataille quien nos hablaba de la “parte maldita”, esa necesidad del sacrificio y del gasto improductivo en toda cultura. Pardington comprende visceralmente esta verdad: sus fotografías son actos de transgresión sublime, donde cada objeto se convierte en una ofrenda a alguna divinidad de la imagen.

Su práctica está obsesionada por lo que Roland Barthes llamaba el “ça-a-été” de la fotografía, esa capacidad única del medio para capturar lo que ya está muerto. Pero donde Barthes teorizaba, Pardington materializa. Sus bodegones recientes no son simples homenajes a las vanidades del siglo XVII, son vanidades para nuestra época de extinción masiva y desastre ecológico. Un albatros muerto fotografiado por Pardington no es solo un comentario sobre la contaminación de los océanos, es una meditación visual sobre nuestra propia finitud que haría llorar a Heidegger.

Cuando fotografía las molduras de cabezas realizadas en el siglo XIX por el frenólogo Pierre-Marie Dumoutier, no documenta simplemente los vestigios del colonialismo científico. No, realiza un acto de nigromancia fotográfica, invocando a los fantasmas de sus ancestros Ngāi Tahu para devolverles una presencia espectral en nuestro presente. Es Walter Benjamin en acción, la reproducción mecánica del arte transformada en ritual de resurrección.

Su técnica es una mezcla explosiva de rigor formal clásico y exceso barroco. En sus imágenes, el negro no es ausencia de luz, es un agujero negro que amenaza con engullir al espectador. Sus impresiones son tan precisas que llegan a ser casi obscenas, como si quisiera hacernos tocar con la vista la textura misma de la muerte. Ella lleva la cámara fotográfica a sus últimos límites, como Bacon retorcía sus figuras hasta que gritaban.

Lo fascinante es su capacidad para transformar el objeto más banal en reliquia sagrada. Una simple botella de plástico varada en una playa, bajo su objetivo, se convierte en un memento mori contemporáneo. Un cráneo de cristal fotografiado en su estudio ya no es un mero adorno kitsch, sino una meditación sobre la artificialidad de nuestros rituales mortuorios modernos. Incluso sus flores marchitas parecen más vivas que la naturaleza, como si la descomposición misma fuera una forma superior de vitalidad.

La fotografía de Pardington es un ejercicio de resistencia contra la amnesia cultural. En un mundo donde las imágenes se consumen y se desechan a la velocidad de la luz, ella crea fotografías que exigen una contemplación lenta, casi dolorosa. Cada imagen es una trampa para la mirada, una máquina para ralentizar el tiempo. Ella comprende, como pocos artistas hoy en día, que la verdadera transgresión ya no está en el choque sino en la duración.

Ella practica lo que yo llamaría una “estética de la reparación”. Cuando fotografía especímenes naturalizados en las colecciones de los museos, no se limita a documentar su estado de conservación. Les devuelve una dignidad perdida, transformando su muerte en una forma de supervivencia estética. Es Derrida en práctica, una deconstrucción que se convierte en reconstrucción.

Su trabajo sobre los “huia”, esas aves neozelandesas desaparecidas, es particularmente revelador. Al fotografiar sus plumas conservadas en los museos, ella no solo conmemora una especie extinta. Crea lo que Georges Didi-Huberman llamaría “imágenes sobrevivientes”, fantasmas visuales que continúan acechando nuestro presente. Es una forma de justicia poética: la cámara, ese instrumento de la modernidad que documentó tantas destrucciones, se convierte en sus manos en una herramienta de reparación simbólica.

Pero no se equivoquen, no hay nada sentimental en su enfoque. Su compasión es feroz, su ternura es carnívora. Ella fotografía la muerte como otros fotografían el amor, con una mezcla perturbadora de intimidad y distancia. Eso es lo que hace que su trabajo sea tan inquietante: nos obliga a mirar lo que normalmente preferimos ignorar, pero lo hace con tal maestría formal que no podemos apartar la mirada.

En sus series más recientes de naturalezas muertas, lleva aún más lejos esta dialéctica entre belleza y destrucción. Ella arregla composiciones complejas mezclando objetos encontrados, reliquias familiares y desechos de la sociedad de consumo. El resultado es una especie de “wunderkammer” contemporáneo donde lo sublime convive con lo ridículo. Es Susan Sontag en tres dimensiones: una reflexión sobre nuestra relación fetichista con los objetos, pero también sobre nuestra incapacidad para enfrentar realmente nuestra propia mortalidad.

Pienso especialmente en sus imágenes de medusas portuguesas varadas, fotografiadas sobre superficies de plástico que imitan su textura translúcida. Es Baudrillard llevado al extremo: el simulacro se vuelve más real que el original, la copia más verdadera que el modelo. Pero, a diferencia de tantos artistas contemporáneos que se complacen en una ironía fácil, Pardington asume plenamente la paradoja. Ella transforma esa confusión entre lo natural y lo artificial en una nueva forma de verdad visual.

Su uso de la iluminación es particularmente magistral. No se limita a iluminar a sus sujetos, esculpe la oscuridad a su alrededor. El negro en sus imágenes no es un simple fondo, es un espacio activo que amenaza constantemente con engullir lo que fotografía. Es Tanizaki Jun’ichirō aplicado a la fotografía contemporánea: una exploración de cómo las sombras pueden revelar más que la luz.

Las imágenes de Pardington funcionan simultáneamente como documentos y como metáforas. Cuando fotografía un molde de la cabeza del Marqués de Sade, no solo documenta un artefacto histórico. Crea una meditación visual sobre el poder, el deseo y la transgresión que habría encantado a Michel Foucault. Es historia del arte que se convierte en filosofía visual.

Si sus primeras obras estaban marcadas por un enfoque más directamente político, especialmente en su exploración de las cuestiones de género e identidad, su trabajo reciente alcanza una dimensión casi mística. Ella practica lo que yo llamaría una “teología negativa” de la imagen, donde la ausencia se convierte en presencia y la pérdida se transforma en revelación. Cada fotografía es como una oración visual dirigida a un dios ausente.

Pardington crea fotografías que exigen y merecen nuestro tiempo. Ella comprende que la verdadera radicalidad hoy no está en la provocación fácil sino en la creación de imágenes que resisten al consumo inmediato. Su trabajo es una forma de resistencia contra la aceleración general de nuestra cultura visual, un alegato por una manera más lenta y profunda de ver.

Ella no es simplemente una fotógrafa, es una filósofa de la imagen que usa la cámara como Nietzsche usaba el martillo, para sondear los ídolos huecos de nuestra cultura visual. Su obra nos recuerda que la fotografía puede todavía ser un acto de pensamiento, no simplemente un ejercicio técnico o un gesto comercial.

Para quienes aún piensan que la fotografía es un arte menor, el trabajo de Pardington es una bofetada magistral. Ella demuestra que la cámara puede ser tan expresiva como el pincel, tan precisa como el bisturí, tan profunda como la pluma. En sus manos, la fotografía se convierte en lo que siempre ha sido potencialmente: un medio para ver lo que se esconde detrás de las apariencias, una herramienta para hacer visible lo invisible.

Y para quienes se quejan de que el arte contemporáneo se ha vuelto demasiado conceptual, demasiado desconectado de la belleza, Pardington demuestra que es posible ser intelectualmente riguroso sin sacrificar el poder emocional de la imagen. Su trabajo es prueba viviente de que la belleza puede ser subversiva y que el pensamiento crítico puede ser sensual.

Fiona Pardington no es solo una gran fotógrafa neozelandesa, es una artista que redefine lo que la fotografía puede ser en el siglo XXI. Su obra es un manifiesto visual para un arte que rechaza las facilidades del espectáculo mientras abraza el poder de la imagen. Ella nos muestra que la verdadera vanguardia quizá no está en la ruptura perpetua, sino en una forma más profunda de atención al mundo y a sus misterios.

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Referencia(s)

Fiona PARDINGTON (1961)
Nombre: Fiona
Apellido: PARDINGTON
Género: Femenino
Nacionalidad(es):

  • Nueva Zelanda

Edad: 64 años (2025)

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