Escuchadme bien, panda de snobs, Hiroshi Sugimoto no es simplemente un fotógrafo, es un mago del tiempo. Durante más de cincuenta años, este alquimista japonés transforma la realidad en ilusión y la ilusión en realidad con una precisión quirúrgica que haría palidecer de envidia a un neurocirujano parisino. En un mundo donde todos se apresuran a inmortalizar el instante con su smartphone, Sugimoto toma el camino radicalmente opuesto a esta frenética digitalización creando imágenes que trascienden nuestra percepción habitual del tiempo.
Sugimoto utiliza una cámara de gran formato 8×10 de estilo decimonónico, película en blanco y negro y tiempos de exposición extremadamente largos. Armado con esta cámara de gran formato como si fuera una varita mágica, Sugimoto nos hace atravesar dimensiones temporales con la elegancia de un maestro zen y la rigurosidad de un físico cuántico. ¿Su principal búsqueda artística? Capturar la esencia misma del tiempo, ese concepto esquivo que atormentó la mente de Bergson en su obra magna “La evolución creadora”. Como el filósofo francés que veía en la duración pura una continuidad indivisible, Sugimoto comprime y dilata el tiempo en sus imágenes con una maestría que desafía la comprensión. No se limita a fotografiar instantes, sino que captura duraciones, épocas enteras, a veces incluso la eternidad misma.
Toma su serie “Theaters”, un concepto tan audaz que llega a ser casi insolente. ¿Fotografiar una película entera en una sola exposición? Solo una mente tan brillantemente retorcida como la de Sugimoto pudo concebir una idea así. ¿El resultado? Pantallas luminosas que brillan como portales hacia otra dimensión, rodeadas de arquitecturas teatrales suntuosas que parecen flotar en un limbo temporal. Estas imágenes no dejan de recordar la caverna de Platón, donde los espectadores, encadenados a sus asientos, sólo ven las sombras de la realidad proyectadas en las paredes. Pero Sugimoto va más allá; captura la esencia misma de nuestra relación con el tiempo y la imagen en movimiento.
En “UA Playhouse, New York” (1978), la pantalla iluminada se convierte en un sol artificial que baña la arquitectura art déco con una luz espectral. Los ornamentos dorados y los moldes complejos emergen de la oscuridad como vestigios de una civilización perdida. El tiempo mismo parece suspendido, congelado en una eternidad fotográfica que desafía nuestra comprensión habitual de la duración. Cada imagen de esta serie es una meditación visual sobre la naturaleza misma del cine, ese arte que crea la ilusión del movimiento a partir de imágenes fijas.
Sus “Seascapes” representan quizás la culminación de su reflexión sobre el tiempo. Estos horizontes marinos de una pureza absoluta reducen nuestro mundo a su expresión más sencilla: una línea entre cielo y mar. Es como si Sugimoto hubiera encontrado la manera de fotografiar el vacío de Sartre, ese vacío existencial que nos aterra y fascina a la vez. Estas imágenes tienen una simplicidad engañosa, nos recuerdan que somos sólo granos de arena en la playa de la eternidad, espectadores efímeros ante la inmensidad del tiempo.
Toma “Bass Strait, Table Cape” (1997), una imagen que captura el mar de Tasmania en toda su sublime austeridad. La línea del horizonte, de una precisión matemática, divide la imagen en dos áreas de grises sutilmente diferentes. El cielo y el agua se confunden casi, creando una abstracción que nos transporta más allá del simple paisaje marino. Esta imagen podría haber sido tomada hace mil años, o dentro de mil años; existe fuera del tiempo, en una dimensión donde los segundos ya no transcurren.
El dominio técnico de Sugimoto es sencillamente alucinante. Sus exposiciones prolongadas, a veces de varias horas, transforman sus negativos en verdaderas cápsulas temporales. Manipula la luz como un pintor del Renacimiento manipulaba sus pigmentos, con una precisión maniática que raya en la obsesión. Pero es precisamente esta obsesión la que proporciona a su trabajo su profundidad filosófica. Cada imagen es el resultado de una paciencia monástica, una concentración absoluta que recuerda las prácticas meditativas zen.
En su serie “Dioramas”, Sugimoto juega con nuestras percepciones como un ilusionista con sus cartas. Al fotografiar dioramas de museos de historia natural, logra el prodigio de dar vida a animales disecados, creando una deliciosa confusión entre lo real y lo artificial. Estas imágenes nos remiten a las reflexiones de Walter Benjamin sobre la reproducción mecánica del arte y la pérdida del aura. Pero Sugimoto, como el mago que es, logra devolver un aura a estas escenas congeladas, transformando lo falso en verdadero con un truco fotográfico que desafía toda lógica.
“Oso Polar” (1976), su primera imagen de esta serie, es una verdadera proeza. El oso polar, congelado en su ímpetu depredador sobre una foca muerta, parece más vivo que la naturaleza. La nieve artificial se vuelve real bajo su objetivo, el fondo pintado se transforma en un verdadero paisaje ártico. Esta imagen no es simplemente una fotografía de un diorama, es una reflexión profunda sobre la naturaleza de la representación misma, sobre nuestra constante necesidad de preservar, momificar, congelar lo vivo.
La coherencia conceptual de su obra es impresionante. Ya sea que photographie pantallas de cine, mares inmóviles o maquetas matemáticas, Sugimoto persigue incansablemente su búsqueda del tiempo perdido, no a la manera proustiana de una búsqueda nostálgica, sino más bien como un científico loco que intentara diseccionar los segundos para comprender su esencia. Cada serie es una nueva experiencia, un nuevo intento de capturar lo inasible.
Sus retratos de figuras de cera de Madame Tussauds son quizás sus obras más inquietantes. Al fotografiar estos simulacros de seres humanos con el mismo cuidado que dedicaría a sujetos vivos, crea imágenes que nos hacen dudar de nuestra propia realidad. Enrique VIII, Diana, Oscar Wilde, todos parecen habitados por una presencia espectral que trasciende la muerte misma. Es como si Sugimoto hubiera encontrado la manera de fotografiar el alma de estos personajes históricos a través de sus dobles de cera.
“Diana, Princesa de Gales” (1999), realizado dos años después de la trágica muerte de la princesa, es particularmente perturbador. La mirada ligeramente desviada, la expresión a la vez tímida y regia, la pose graciosa, todo parece auténtico, vivo, presente. Y sin embargo, sabemos que no es más que una reproducción en cera, fotografiada con tal maestría que se vuelve más real que la naturaleza. Esta imagen plantea preguntas profundas sobre la naturaleza de la representación, sobre nuestra relación con la celebridad, la muerte y la memoria.
Su trabajo sobre la arquitectura lleva aún más lejos esta reflexión sobre el tiempo y la representación. Al fotografiar edificios icónicos con un enfoque deliberadamente desenfocado, Sugimoto crea imágenes que parecen emerger de la niebla de la memoria. El Edificio Chrysler, la Torre Eiffel, el World Trade Center, estos monumentos de la arquitectura moderna se convierten bajo su objetivo en apariciones espectrales, formas arquetípicas que trascienden su materialidad.
Los “Modelos Matemáticos” de Sugimoto representan quizás el punto culminante de su investigación formal. Estas fotografías de modelos matemáticos del siglo XIX, transformados en esculturas monumentales, tienen una belleza abstracta que recuerda las más hermosas realizaciones del modernismo. Pero también son profundamente conceptuales, explorando la relación entre la forma pura de las matemáticas y su manifestación física en el mundo real.
Su serie “Lightning Fields” representa una ruptura aparente con su enfoque habitual, pero encaja perfectamente en su investigación sobre la naturaleza del tiempo y la luz. Al aplicar descargas eléctricas directamente sobre el filme fotográfico, Sugimoto crea imágenes que se parecen a relámpagos congelados en el tiempo. Estas obras no son fotografías en el sentido tradicional, son registros directos de la acción de la luz sobre la materia fotosensible.
El tiempo, para Sugimoto, no es una simple medida lineal, es una materia maleable que esculpe a su antojo. Sus fotografías son ventanas abiertas al infinito, portales hacia una dimensión donde el tiempo ya no existe tal como lo conocemos. Logra el prodigio de mostrarnos lo invisible, de hacernos sentir lo impalpable. Cada imagen es una invitación a trascender nuestra percepción ordinaria de la realidad.
Su última serie, “Opticks”, inspirada en los trabajos de Isaac Newton sobre la luz, lleva aún más lejos esta exploración. Utilizando prismas para descomponer la luz y capturando los resultados con una Polaroid, Sugimoto crea abstracciones coloreadas que se parecen a unos Rothko fotográficos. Estas imágenes son la prueba de que, incluso después de más de cincuenta años de carrera, continúa innovando y empujando los límites de su medio.
En un mundo obsesionado con la inmediatez, donde cada segundo se comprime, comparte y consume a la velocidad de la luz, Sugimoto nos ofrece una pausa, una respiración, un momento de contemplación pura. Sus imágenes son meditaciones visuales sobre la naturaleza misma de la existencia, kōans fotográficos que nos invitan a trascender nuestra percepción ordinaria del tiempo y del espacio.
Su obra es la prueba viviente de que la fotografía puede ser mucho más que un mero medio documental, puede ser una herramienta filosófica, una máquina para explorar el tiempo, un puente entre lo visible y lo invisible. Sugimoto no es solo un fotógrafo, es un filósofo de la luz, un arquitecto del tiempo, un mago de la imagen que nos recuerda que la realidad siempre es más extraña que la ficción.
En un siglo donde el arte contemporáneo parece a menudo perdido en sus propias contradicciones, Sugimoto sigue fiel a su visión. Continúa creando imágenes que desafían nuestra comprensión mientras tocan algo profundamente universal en nosotros. Su obra es una prueba contundente de que el arte aún puede conmovernos, hacernos reflexionar y transformarnos.
Para quienes piensan que la fotografía ha muerto en la era digital, les invito a sumergirse en el universo de Sugimoto. Saldrán con una nueva percepción del tiempo, del espacio y de la realidad misma. ¿Y no es ese el verdadero poder del arte?
















