Escuchadme bien, panda de snobs que desfiláis por las galerías con vuestros pañuelos de cachemir y vuestras gafas arquitectónicas. Voy a hablaros de Jenny Saville, nacida en 1970, esta artista británica que dinamita las convenciones de la representación del cuerpo con la sutileza de una explosión nuclear y la precisión de un neurocirujano.
La carne. Siempre la carne. Desde su aparición impactante en el arte contemporáneo, Saville se ha impuesto como la gran sacerdotisa de una nueva forma de pintura figurativa donde la materia pictórica se vuelve tan visceral como la propia carne. Sus lienzos monumentales, a menudo de más de dos metros de altura, no son simples representaciones de cuerpos, sino manifestaciones casi carnales que te atrapan en su dimensión física. Es un arte que te agarra por las entrañas, literalmente.
La historia comienza en la Glasgow School of Art, donde la joven Saville ya desarrolla una fascinación por la representación del cuerpo femenino. Una beca de estudios en Cincinnati marca un punto de inflexión decisivo. Es allí, en las calles estadounidenses, donde descubre esos cuerpos opulentos que se convertirán en su firma. Observa, fascinada, esas siluetas que desafían los cánones estéticos tradicionales. Esta experiencia, combinada con sus observaciones posteriores en los quirófanos de cirugía plástica, forja su visión artística única.
Tome “Propped” (1992), vendida en subasta por 9,5 millones de euros en 2018, un récord para una artista viva en aquel momento. Este lienzo masivo presenta un desnudo femenino monumental, con inscripciones grabadas al revés en la pintura. Saville revisita la tradición del desnudo femenino con una brutalidad asumida que hace eco de las reflexiones de Simone de Beauvoir sobre el cuerpo femenino como construcción social. El cuerpo ya no es objeto de deseo sino sujeto de su propia narración, marcado por las cicatrices de una sociedad que lo restringe y moldea. Las inscripciones, citas feministas deliberadamente ilegibles, crean una tensión entre el texto y la carne, entre el discurso sobre el cuerpo y su realidad física.
“Plan” (1993) lleva aún más lejos esta exploración. En este inmenso lienzo, un cuerpo femenino está marcado con líneas de contorno, como un mapa topográfico de la carne. Estas anotaciones clínicas, inspiradas en las marcas preoperatorias de la cirugía estética, transforman el cuerpo en un territorio a conquistar, a modificar. Es una crítica mordaz a la industria de la belleza, pero también una reflexión profunda sobre nuestra relación con el cuerpo en la era de su reproductibilidad técnica.
En “Closed Contact” (1995-1996), realizado en colaboración con el fotógrafo Glen Luchford, Saville lleva la experimentación al extremo al presionar su propio cuerpo contra una placa de plexiglás. El resultado es una serie de imágenes donde la carne, aplastada y deformada, se vuelve irreconocible. Esta obra marca un giro en su práctica, introduciendo una dimensión performativa que enriquece su pintura.
La técnica de Saville es tan brutal como sofisticada. Aplica la pintura en capas gruesas, creando una superficie táctil que invita casi al contacto. Sus pinceladas anchas y violentas contrastan con zonas de precisión quirúrgica, especialmente en la representación de los ojos y las bocas. Esta dualidad técnica refleja la tensión constante en su obra entre la materialidad cruda del cuerpo y su dimensión psicológica.
“Matrix” (1999) marca una evolución significativa en su tratamiento del género. Esta obra presenta un cuerpo con atributos sexuales ambiguos, desdibujando los límites entre lo masculino y lo femenino. La figura, monumental como siempre, ocupa el espacio con una presencia inquietante. Los órganos genitales, colocados en primer plano, confrontan directamente al espectador con sus prejuicios sobre la identidad sexual. Es una obra que anticipa notablemente los debates contemporáneos sobre la fluidez del género.
“Fulcrum” (1999) representa quizás el apogeo de su primera etapa. Este monumental lienzo de casi cinco metros de ancho presenta tres cuerpos femeninos entrelazados, creando una montaña de carne que desafía toda noción convencional de belleza. La composición recuerda a los grupos escultóricos barrocos, pero traslada esa grandilocuencia a un contexto decididamente contemporáneo. Los cuerpos, en su masa imponente, se convierten en un paisaje carnal, una nueva forma de sublime que trasciende las categorías estéticas tradicionales.
En su evolución artística, Saville se ha ido alejando progresivamente de la pura representación anatómica para explorar una forma de cubismo carnal. Sus obras recientes, como la serie “Fate” (2018), superponen varios puntos de vista de un mismo cuerpo, creando composiciones donde la carne parece multiplicarse en el espacio. Este enfoque hace eco a las teorías de Maurice Merleau-Ponty sobre la fenomenología de la percepción, donde el cuerpo ya no es simplemente un objeto en el espacio, sino el punto focal de toda experiencia vivida.
La transgresión en Saville no reside tanto en sus sujetos como en su manera de tratarlos. Ella toma las convenciones de la pintura clásica, el desnudo, el retrato, la monumentalidad, y las invierte como un guante ensangrentado. Su enfoque recuerda la violencia controlada de Francis Bacon, pero donde Bacon deformaba a sus sujetos, Saville los configura de forma diferente, creando una nueva gramática del cuerpo.
La influencia de sus observaciones en las salas de operaciones es particularmente evidente en obras como “Hybrid” (1997). Este lienzo presenta un cuerpo compuesto de diferentes partes, como un patchwork de carne. No es sin recordar las láminas anatómicas del Renacimiento, pero con una dimensión contemporánea que evoca las posibilidades y angustias relacionadas con la modificación corporal. La obra se convierte así en un comentario sobre nuestra época, donde el cuerpo es cada vez más percibido como maleable, modificable a voluntad.
El gigantismo de sus lienzos no es solo una cuestión de escala, es una elección filosófica. En la tradición del arte occidental, la monumentalidad estaba reservada a sujetos nobles, escenas religiosas, batallas históricas. Saville utiliza este formato para cuerpos ordinarios, a menudo marcados por la imperfección, creando así una tensión entre la grandeza del formato y la aparente banalidad del sujeto. Este enfoque hace eco a las reflexiones de Walter Benjamin sobre la democratización del arte, pero invirtiendo el proceso: en lugar de hacer el arte accesible a las masas, ella hace monumentales a las masas.
Su uso del color merece una atención particular. Su paleta, dominada por rosas, rojos y blancos lechosos, evoca la carne viva, palpitante. Pero no duda en introducir tonos más fríos, azules y verdes que sugieren el hematoma, la descomposición, recordando que el cuerpo también es el lugar de la mortalidad. Esta tensión cromática contribuye a la dimensión existencial de su obra.
La maternidad se ha convertido en un tema central en su trabajo reciente. Sus representaciones de madres con sus hijos se inscriben en una larga tradición pictórica, pero subvierten sus códigos. Allí donde la tradición representaba la maternidad como una experiencia idealizada, Saville muestra su dimensión física, a veces brutal. Los cuerpos de las madres y los hijos se funden unos en otros, creando composiciones que evocan tanto la simbiosis como la lucha.
En sus últimas obras, Saville explora cada vez más la frontera entre la figuración y la abstracción. Los cuerpos se disuelven parcialmente en remolinos de pintura, como si la materia pictórica misma se rebelara contra la restricción de la forma. Esta evolución es prueba de una maduración artística que no sacrifica nada de su fuerza inicial.
Su serie “Ancestors” (2018) marca un giro significativo. Estas obras incorporan referencias explícitas a la historia del arte, especialmente al Renacimiento italiano, pero las transforman radicalmente. Las figuras se entrelazan y se superponen, creando testimonios carnales que difuminan las fronteras entre el pasado y el presente, entre lo individual y lo colectivo.
El tratamiento del espacio en sus obras merece detenerse un momento. Contrariamente a la tradición del retrato que suele colocar al sujeto en un contexto definido, las figuras de Saville parecen flotar en un espacio indeterminado. Esta ausencia de contexto espacial refuerza su presencia física al tiempo que les otorga una dimensión universal. Los cuerpos se convierten en arquetipos contemporáneos, encarnaciones de nuestra relación compleja con la corporeidad.
No debe pasarse por alto el aspecto performativo de su trabajo. Aunque Saville es principalmente conocida como pintora, su práctica a menudo implica una dimensión física importante. Ya sea en sus colaboraciones fotográficas o en su manera de trabajar la pintura, ella involucra su propio cuerpo en el proceso creativo. Esta dimensión performativa establece un vínculo directo entre el acto de pintar y el sujeto pintado.
La cuestión de la mirada es central en su obra. Sus figuras nos miran a menudo directamente, con una intensidad que desafía cualquier objetivación. Esta mirada directa establece una relación compleja con el espectador, mezclando desafío y vulnerabilidad. Nos obliga a reconocer nuestra propia posición de voyeur al tiempo que afirma la autonomía del sujeto representado.
Su último conjunto de obras marca una evolución significativa. Los cuerpos ya no son solo masas de carne, sino que se convierten en espacios de transformación y metamorfosis. Las fronteras entre las figuras se desvanecen, creando híbridos que recuerdan a las metamorfosis de Ovidio, pero anclados en una contemporaneidad brutal. Esta nueva dirección artística sugiere una reflexión más amplia sobre la identidad fluida y la naturaleza cambiante del cuerpo en la era digital.
La dimensión política de su trabajo, aunque nunca didáctica, es innegable. Al elegir representar cuerpos que se apartan de las normas estéticas dominantes, mostrando la carne en toda su vulnerabilidad y potencia, Saville ofrece una crítica implícita a los estándares de belleza y a los sistemas de poder que los imponen. Su obra puede leerse como un manifiesto feminista que no pasa por el discurso sino por la pura presencia física.
Su contribución a la historia del arte ya está asegurada. Ha logrado reinventar la pintura figurativa en una época en que muchos la consideraban obsoleta. Fusionando la herencia de la gran pintura con una sensibilidad contemporánea, ha creado un lenguaje pictórico único que habla directamente de nuestra experiencia corporal en el siglo XXI.
Jenny Saville no es simplemente una artista que pinta cuerpos. Es una filósofa de la carne que utiliza la pintura como herramienta de investigación. Su obra nos obliga a confrontar nuestra propia corporalidad, nuestros prejuicios sobre la belleza y nuestra compleja relación con nuestro envoltorio carnal. En un mundo cada vez más virtual, su trabajo nos recuerda con una urgencia visceral que somos, ante todo, seres de carne y sangre.
Esa es la verdadera fuerza de Saville: ella no se limita a representar el cuerpo, lo reinventa. No pinta simplemente la carne, la convierte en un manifiesto. Y vosotros, pequeños snobs con bufandas de cachemira, es hora de reconocer que la verdadera grandeza del arte contemporáneo no reside en conceptos etéreos, sino en su capacidad para hacernos sentir, física y emocionalmente, la realidad de nuestra condición humana. Frente a un lienzo de Saville, es imposible permanecer en la abstracción intelectual: el cuerpo recupera sus derechos, en toda su esplendor e imperfección.
















