English | Español

Martes 18 Noviembre

ArtCritic favicon

Kyle Dunn: teatralidad de la cotidianidad queer

Publicado el: 4 Noviembre 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 11 minutos

Kyle Dunn crea pinturas acrílicas sobre paneles que representan interiores domésticos habitados por figuras masculinas en estados de contemplación, soledad o vulnerabilidad. Inspirado por el cine melodramático y la tradición del trompe-l’oeil americano, construye escenas cargadas de símbolos donde la ambigüedad narrativa se convierte en el tema mismo de la obra.

Escuchadme bien, panda de snobs: Kyle Dunn pinta hombres desnudos en apartamentos, y más vale que lo prestéis atención. No porque la desnudez masculina siga siendo una provocación en 2025, eso lo superamos hace mucho, sino porque este artista estadounidense radicado en Brooklyn logra la paradoja de hacer la intimidad teatral, la cotidianidad cinematográfica y la soledad extrañamente poblada. En sus cuadros acrílicos sobre paneles de madera, que miden generalmente entre 1 y 2 metros de altura, Dunn construye escenas domésticas donde la luz recorta el espacio con la precisión de un bisturí, donde cada objeto, una moneda equilibrada, una fruta aplastada o una cinta de satén, lleva el peso de un símbolo que se intuye sin poder descifrarlo por completo.

La genealogía cinematográfica de su obra no es una simple influencia, sino una verdadera filiación estructural. El propio Dunn afirma sin rodeos: “Almodóvar es mi artista favorito de todos los tiempos” [1], estableciendo así una línea directa con el director español y, a través de él, con Douglas Sirk, el maestro alemán del melodrama hollywoodiense de los años 1950. Esta ascendencia merece que se le preste atención detenidamente, pues constituye la clave de bóveda para entender su trabajo. En Sirk, los colores saturados y las composiciones rigurosas servían para exponer la hipocresía de la sociedad estadounidense de posguerra, transformando el melodrama doméstico en una crítica social devastadora. Los interiores burgueses se convertían en jaulas doradas donde los personajes asfixiaban bajo el peso de las convenciones. Almodóvar heredó esta estética pero la volvió del revés, usando el mismo vocabulario visual para celebrar en lugar de denunciar, para abrazar el exceso en lugar de criticarlo.

Dunn realiza una síntesis notable de estos dos enfoques. Sus cuadros toman de Sirk esa arquitectura implacable de la luz, esas divisiones tajantes entre zonas iluminadas y sombras proyectadas que recortan el espacio en territorios psicológicos distintos. “En las películas, los efectos cinematográficos de luz crean a menudo campos de color brutales que interactúan con zonas de luz delimitadas. De manera similar, suelo estructurar mis pinturas alrededor de estas divisiones entre luz y oscuridad” [1], explica. Esta luz nunca es naturalista; siempre proviene de una fuente que se intuye artificial, como en un plató de filmación. En The Hunt (2022), obra destacada expuesta en el Wadsworth Atheneum, un joven encaramado sobre una cómoda adopta una pose improbable, una bota blanca en un pie, y el otro pie calzado solo con un calcetín. La luz nocturna recorta los cajones abiertos en dientes de sierra, creando ese motivo rítmico que, por cierto, sirvió de punto de partida a la composición. Pero, a diferencia del pesimismo de Douglas Sirk, en Dunn hay una ternura subyacente, un humor que desactiva lo que podría volverse trágico. El perro que sale del marco, la reproducción del cuadro de Bruegel apoyada contra el mueble, el teléfono que proyecta su luz pálida en la pared: tantos elementos que introducen una dimensión narrativa sin resolverla nunca.

Esta ambigüedad narrativa constituye precisamente la herencia más vigente de Almodóvar. En el director español, las historias se niegan sistemáticamente a quedar encerradas en una única interpretación. El drama convive con la farsa, el erotismo se bordea con lo ridículo, y esta inestabilidad semántica se convierte en fuente de libertad más que de confusión. Dunn reproduce esta estrategia en la pintura con una habilidad consumada. Sus composiciones están repletas de lo que él mismo llama “Easter eggs” [1], esos indicios visuales que sugieren múltiples significados sin imponer nunca uno solo. En Studio Still Life (2024), el bodegón en primer plano, con frutas exuberantes, utensilios de cocina y equipo de taller, despliega un catálogo de insinuaciones eróticas de una comicidad asumida. Un mortero permanece abierto con un mortero dentro, una pera aplastada gotea su néctar, una amarilis fálica está a punto de abrirse. ¿Pero hay que verlo como una celebración de la sensualidad o una sátira de nuestra propensión a sexualizar lo cotidiano? Ambas lecturas coexisten, y esta coexistencia es precisamente el mensaje de la obra.

El artista trabaja, además, bajo un método que recuerda extrañamente al proceso de producción cinematográfica. Comienza con fotografías tomadas con el teléfono móvil, generalmente capturadas para captar “un breve instante de luz, la luz cae en una habitación de cierta manera” [1]. Estas imágenes se combinan luego digitalmente, en un proceso que él compara con el collage, creando bocetos digitales que servirán de base para las pinturas. Este enfoque sintético, donde lo real se recompone constantemente, se monta, se ilumina artificialmente, convierte cada cuadro en un decorado de película, en un plató reconstruido. Las figuras masculinas que pueblan estos espacios, a menudo su prometido, a veces él mismo, siempre un compuesto, se convierten en actores que interpretan su propio papel en un guion indeterminado. “Trabajo a medias de manera autobiográfica y a medias de forma ficticia” [1], precisa Dunn, resumiendo en una fórmula lapidaria esa zona indecisa entre documento y ficción que caracteriza tanto el cine de Almodóvar como su propia práctica pictórica.

El melodrama implica necesariamente la exageración, la amplificación de las emociones hasta lo grotesco, y es ahí donde Dunn revela toda su sofisticación. Sus cuadros nunca caen en el sentimentalismo precisamente porque muestran su artificialidad. Los cuerpos lisos y lampiños de sus personajes se asemejan a maniquíes; las poses, a menudo inspiradas en maestros antiguos, son demasiado compuestas para ser naturales; la luz, ya lo hemos dicho, es ostensiblemente teatral. Esta distancia irónica preserva la obra del patetismo al tiempo que permite la exploración de estados emocionales intensos. En Paper Angel (2023), un hombre desnudo agachado contempla un conjunto heterogéneo de objetos, libros, huevos, rollos de papel, cítricos y cigarrillos. La escena podría caer en el miserabilismo, pero la rigurosidad geométrica de la composición, la arabesca que une la espalda curva del personaje con la silueta de un ángel de papel recortado en la pared, transforma el cuadro en una meditación formal tanto como emocional. El claroscuro dramático evoca ciertamente la soledad, pero con una grandeza casi operática que transfigura el instante en arquetipo.

Más allá de esta filiación cinematográfica, la obra de Dunn se inscribe en una tradición pictórica específicamente estadounidense que conviene examinar atentamente. El crítico Christopher Alessandrini lo sitúa como “el heredero natural del modernismo americano queer de mediados del siglo XX: la densidad carnavalesca de Paul Cadmus; el surrealismo cotidiano de George Tooker o Jared French; las poses mitológicas de George Platt Lynes” [2]. Esta genealogía no es casual. Estos artistas, activos entre los años 1930 y 1970, mantuvieron una práctica figurativa rigurosa en una época en que el expresionismo abstracto dominaba la escena artística estadounidense. Su compromiso con la representación minuciosa del cuerpo masculino, su exploración de la masculinidad fuera de los códigos heteronormativos, su uso de técnicas antiguas como la témpera al huevo evidenciaban una resistencia consciente a las imposiciones modernistas de su tiempo.

Dunn hereda esta posición paradójica: ser contemporáneo mirando hacia el pasado, ser radical dominando el academicismo. Su formación inicial en escultura interdisciplinaria en el Maryland Institute College of Art podría parecer anecdótica, pero en realidad explica muchas cosas. Antes de dedicarse por completo a la pintura, Dunn creaba relieves pintados, trabajando sobre paneles de resina epoxi, yeso y espuma que esculpía antes de pintarlos. Este enfoque híbrido entre dos y tres dimensiones persiste en su pintura actual, incluso cuando está ejecutada sobre superficie plana. Los objetos parecen querer salir del marco, las sombras proyectadas adquieren una presencia casi táctil, las superficies reflectantes multiplican los niveles de realidad. Esta sensibilidad escultórica lo acerca a la tradición del trompe-l’oeil americano, especialmente a las naturalezas muertas de John Frederick Peto, que el Wadsworth Atheneum conserva en sus colecciones y de las que Dunn se inspiró directamente para su exposición institucional de 2024.

El trompe-l’oeil no es una mera proeza técnica sino una interrogación filosófica sobre los límites entre ilusión y realidad, entre superficie y profundidad. En las naturalezas muertas de Peto, cintas y pedazos de papel parecen fijados al cuadro por chinchetas pintadas con tal minuciosidad que uno querría arrancarlas. Esta confusión voluntaria de registros encuentra su equivalente en Dunn en el uso sistemático de espejos, reflejos, objetos transparentes que dificultan la lectura espacial. En Sea Bell (2024), un joven acostado sobre sábanas azul cobalto es sobrevolado por una rana saltarina que parece apuntar a una polilla nocturna. En la pared, la imagen enmarcada de una garza sosteniendo un pez en su pico establece un sistema de depredaciones encajadas en el que ya no se sabe quién caza a quién, ni siquiera si esa caza es real o imaginada. El trompe-l’oeil se convierte aquí en un dispositivo narrativo, una manera de multiplicar las posibles interpretaciones.

Esta maestría técnica al servicio de una ambigüedad semántica intencionada constituye quizás el aspecto más irritante y estimulante del trabajo de Dunn. Sus cuadros se niegan obstinadamente a transmitir un mensaje claro. ¿Son celebraciones de la vida doméstica queer contemporánea o meditaciones sobre la soledad universal? ¿Documentan la intimidad o la representan? ¿Ofrecen una escapatoria al espectador o le obligan a enfrentarse a su propia posición de voyeur? El artista reivindica esta apertura: “Los cuadros, en el mejor de los casos, son herramientas para hacer sentir una emoción a alguien. Si eso te hace sentir algo, es exactamente lo que busco” [1]. Pero esta aparente modestia oculta una ambición considerable: hacer de cada cuadro no una obra cerrada sobre sí misma, sino un espacio de proyección donde el espectador construye activamente su propia experiencia.

Los títulos forman parte de esta estrategia de apertura controlada. Devil in the Daytime (2024), obra epónima de su primera exposición individual en Los Ángeles, hace referencia al demonio del mediodía, esa acedia monástica que abate al monje en medio de la jornada laboral. Dunn establece un paralelismo entre esta agitación espiritual medieval y la experiencia contemporánea de la productividad, esa constante exigencia de ser creativo que paradójicamente conduce a la procrastinación. El cuadro muestra bolsas de la compra abandonadas, sugiriendo una desaparición o una fuga, pero ¿hacia dónde? El título abre un campo de resonancias culturales y filosóficas sin resolverse nunca en una explicación unívoca.

Esta sofisticación conceptual, esta capacidad para hacer coexistir registros aparentemente contradictorios, el erotismo y el humor, lo cotidiano y lo mitológico, la autobiografía y la ficción, sitúa a Dunn en una posición singular dentro de la pintura figurativa contemporánea. Con treinta y cinco años, y obras ya presentes en las colecciones del Dallas Museum of Art, del Institute of Contemporary Art de Miami, del Wadsworth Atheneum y del X Museum de Pekín, ha adquirido rápidamente un reconocimiento institucional que da testimonio de la pertinencia de su proyecto. Pero más allá de estas validaciones externas, es la coherencia interna de su enfoque lo que impresiona: cada elemento, desde el formato de los paneles hasta la textura lisa del acrílico, desde la elección de los temas hasta la construcción de las composiciones, participa en una visión unificada donde nada se deja al azar.

Sin embargo, sería reduccionista ver en este trabajo solo un ejercicio de virtuosismo formal. Los asuntos políticos, aunque nunca proclamados, están igualmente presentes. Representar a hombres desnudos en posturas vulnerables, mostrar interiores domésticos queer con la misma dignidad que los maestros antiguos concedían a escenas bíblicas o mitológicas, es realizar un desplazamiento simbólico considerable. Dunn no necesita blandir eslóganes; sus cuadros cumplen tranquilamente lo que décadas de activismo han hecho posible: la inscripción de la vida cotidiana homosexual en la gran narrativa de la historia del arte occidental. Esta aparente normalización, hombres que hacen yoga con su perro, que se adormecen por la tarde, que contemplan su reflejo, es en realidad una conquista, y la serenidad con la que Dunn trata estos temas testimonia una libertad duramente conseguida por las generaciones anteriores.

La cuestión sigue siendo: dentro de cincuenta años, ¿qué se recordará de estas pinturas? ¿Su perfección técnica, que podría parecer fría a los ojos de quienes valoran la expresividad gestual? ¿Su contenido narrativo, que podría parecer anecdótico comparado con las grandes epopeyas pictóricas del pasado? ¿O precisamente esa tensión irresuelta entre forma y contenido, esa capacidad para mantener al espectador en un estado de incertidumbre productiva? La historia del arte está llena de pintores técnicamente logrados que han caído en el olvido porque su virtuosidad no servía a ningún propósito verdadero. ¿Corres el riesgo Dunn? Probablemente no, porque su inteligencia formal siempre está al servicio de una inquietud auténtica, de un intento sincero de captar algo inasible en la experiencia humana contemporánea. Sus cuadros son trampas para la sensación, dispositivos elaborados para cristalizar estados emocionales fugaces. Que lo logren con gracia en lugar de con violencia, con ironía en lugar de con pathos, constituye quizás su singularidad más preciosa. En un mundo saturado de imágenes que gritan para atraer la atención, Dunn susurra, y es precisamente por eso que uno se acerca, mira más de cerca y se queda. La pintura, ese arte supuestamente obsoleto, recupera aquí todo su poder de suspensión del tiempo, de pausa en la imagen donde se condensan todas las ambigüedades de lo que somos. Y si todavía no están convencidos, probablemente sea porque buscan sus emociones en el lugar equivocado.


  1. Katie White, “There’s a Coyness: Inside Kyle Dunn’s Symbol-Rich Cinematic Interiors”, Artnet News, 27 de junio de 2024.
  2. Christopher Alessandrini, “Kyle Dunn’s Paintings Portray Games of Anticipation”, Frieze, 4 de julio de 2024.
Was this helpful?
0/400

Referencia(s)

Kyle DUNN (1990)
Nombre: Kyle
Apellido: DUNN
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Estados Unidos

Edad: 35 años (2025)

Sígueme