Escuchadme bien, panda de snobs: mientras vosotros os regodeáis con las últimas extravagancias del mercado del arte occidental, un hombre en Tamale, en el norte de Ghana, teje una poética de la ruina que derriba vuestras certezas cómodas. Ibrahim Mahama no juega el juego que esperáis de él. Rechaza los códigos, desvía las expectativas y construye, literalmente, una obra que cuestiona los cimientos mismos de nuestras estructuras materiales y narrativas. Este artista nacido en 1987 no se limita a crear instalaciones monumentales: reescribe las reglas de la arquitectura y la literatura en un lenguaje hecho de sacos de yute usados, vagones abandonados y camas de hospital deterioradas.
Hablemos de arquitectura, ya que Mahama se enfrenta a ella con una audacia que haría sonrojar a muchos constructores contemporáneos. Donde otros se contentan con drapear telas en fachadas para embellecerlas, él invierte las estructuras con una violencia conceptual que sacude nuestras concepciones espaciales. Sus intervenciones arquitectónicas no son simples gestos estéticos. Encarnan una crítica material al colonialismo y a sus infraestructuras defectuosas. Cuando envuelve el Barbican de Londres con Purple Hibiscus, esta instalación masiva de dos mil metros cuadrados de tela, no decora un edificio: lo estrangula simbólicamente bajo el peso de la historia poscolonial [1]. El gesto es brutal, casi asfixiante, como las herencias coloniales que denuncia.
Pero la arquitectura en Mahama nunca es solo metafórica. Se convierte en el terreno de una experimentación social concreta. Con el Savannah Centre for Contemporary Art que fundó en 2019, luego Red Clay Studio y Nkrumah Volini, erige espacios que desafían las convenciones occidentales de la institución cultural. Estos edificios, construidos con ladrillos de arcilla local cocidos al sol, no buscan imitar los museos climatizados de Europa. Mahama afirma que el arte debe pensarse en relación con las condiciones locales, que la calidad no es inferior simplemente porque se adapte a las limitaciones energéticas y climáticas de Ghana. Este enfoque arquitectónico pragmático pero radical invierte la jerarquía implícita entre Norte y Sur. Sus estructuras no son sustitutos pobres de instituciones occidentales: son modelos alternativos que cuestionan la pertinencia misma de los estándares que consideramos universales.
La arquitectura en Mahama se convierte también en un acto de memoria materializada. Cuando transforma vagones de trenes coloniales en aulas y estudios de grabación, practica una forma de cirugía temporal. Estas infraestructuras, antaño instrumentos de la extracción colonial británica, se metamorfosean en espacios pedagógicos para las comunidades locales. El cuero arrancado del suelo de los vagones, marcado por la descomposición y el tiempo, revela heridas que se convierten en la materia misma de la obra. Como él mismo dice, ese cuero parece una piel desollada, llevando todas las cicatrices de un sistema de salud en crisis. Esta transformación arquitectónica no sublima nada: expone, diseca, revela los traumas inscritos en los materiales mismos.
Pero tal vez sea en su enfoque de la literatura donde Mahama despliega su sutileza más temible. No es que escriba, aunque produzca ensayos y reflexiones teóricas, sino porque piensa su obra como un texto entretejido, una narración material que dialoga con las grandes voces de la literatura africana. Cuando titula una exposición Purple Hibiscus según la novela de Chimamanda Ngozi Adichie [1], no hace simplemente un guiño cultural. Establece un paralelo estructural entre la escritura de Adichie y su propia práctica. La novela de Adichie, publicada en 2003, narra la historia de Kambili, una adolescente que vive bajo la autoridad tiránica de un padre a la vez filántropo público y violento doméstico. La hibisco púrpura del jardín de la tía Ifeoma simboliza la libertad y la rebelión frente a la opresión familiar y religiosa.
Mahama comprende que esta flor rara porta exactamente la misma carga simbólica que sus propios materiales recuperados. Sus sacos de yute, estampados “Product of Ghana”, han viajado desde el Sudeste Asiático para transportar el cacao ghanés, el mayor recurso de exportación del país a principios del siglo XX. Estos sacos, como la hibisco púrpura de Adichie, encarnan una forma de resistencia sutil, una belleza que desafía las estructuras opresivas. Llevan las huellas del trabajo forzado, de la migración impuesta, de la explotación sistemática. Al ensamblarlos con colaboradores locales para crear patchworks monumentales, Mahama practica una forma de escritura colectiva, una narración cosida hilo a hilo.
Así como Adichie emplea el igbo en su inglés para crear un idioma híbrido que rechaza la hegemonía colonial, Mahama mezcla los materiales coloniales (los sacos importados, los raíles británicos) con las técnicas locales (el tejido manual, la construcción en arcilla). Esta estrategia narrativa material crea un vocabulario formal que habla varios idiomas simultáneamente. La obra se vuelve polifónica, rechazando la pureza estilística que el mundo del arte occidental quisiera imponerle. También cita a Chinua Achebe titulando algunas obras con los títulos del novelista nigeriano, creando así una red intertextual que ancla su trabajo en la herencia literaria africana [2].
Esta dimensión literaria no se limita a los títulos tomados. Mahama practica lo que podría llamarse una “lectura material” de la historia. Sus obras funcionan como relatos no lineales donde cada objeto porta una estrato narrativa. Los pupitres escolares recuperados, las cajas de lustrabotas, las redes para ahumar pescado: todos estos elementos constituyen un vocabulario narrativo que cuenta historias de trabajo, migración, supervivencia económica. Mahama declara que se interesa por el momento en que la relación entre el material y la sociedad se rompe, revelando así las fallas del sistema. Esta atención puesta en la ruptura narrativa recuerda las técnicas modernistas de fragmentación, pero aplicadas al ámbito escultórico y arquitectónico.
La noción de “fantasmas” también atraviesa su obra como un leitmotiv literario. Durante la pandemia de COVID-19, escribe que “las promesas del presente pueden comenzar con los fantasmas del futuro y del pasado” [3]. Estos fantasmas son la encarnación de las promesas no cumplidas, de futuros abortados, de infraestructuras abandonadas. Atestiguan sus instalaciones como personajes fantasmales pueblan las novelas góticas. Pero a diferencia del gótico europeo, los fantasmas de Mahama son políticos, económicos, profundamente anclados en las realidades poscoloniales. No aterrorizan: testifican.
Su método de trabajo en sí mismo evoca los procesos de escritura colaborativa y edición. Compra materiales a los chatarreros, los desmonta, los estudia, los reensambla. Es un proceso de reescritura material, de corrección, de anotación. Mahama habla de “viaje temporal” para describir su enfoque: una manera de navegar entre pasado, presente y futuro reactivando objetos abandonados. Esta concepción temporal fluida recuerda las estructuras narrativas complejas de la literatura posmoderna, donde el tiempo lineal se disuelve a favor de capas temporales entrelazadas.
Lo que hace que Mahama sea verdaderamente subversivo es su rechazo categórico a la estética de la consolación. No ofrece metáforas tranquilizadoras sobre la resiliencia africana. No sublime la pobreza en exotismo para coleccionistas aburridos. Al contrario, sus obras conservan la aspereza, la suciedad, las huellas del desgaste. Los sacos de arpillera permanecen agujereados, manchados, a veces apestosos. Esta estética del desperdicio asumido rechaza el vocabulario de la belleza occidental a la vez que crea composiciones visualmente abrumadoras. Es una paradoja poderosa: obras monumentales hechas de escombros, que imponen respeto mientras rechazan la grandeza convencional.
La dimensión pedagógica de su trabajo también merece ser destacada. Mahama invierte los ingresos de sus ventas en la construcción de espacios comunitarios. Transforma silos de grano abandonados, aviones retirados, prisiones en espacios de aprendizaje. Esta práctica arquitectónica y social constituye tal vez su obra más radical: crear las condiciones materiales para que futuras generaciones de artistas puedan emerger. Afirma que cuando se construyen comunidades artísticas, “estas comunidades están llenas de amor”. Una afirmación que podría parecer ingenua, pero que cobra todo su peso al observar el impacto concreto de sus infraestructuras en el norte de Ghana.
Porque ahí está el corazón del asunto: Mahama rechaza la separación entre práctica artística y responsabilidad social. Rechaza la idea de que el arte contemporáneo africano deba simplemente producir objetos para los circuitos internacionales. Sus espacios funcionan como contrainstituciones, laboratorios donde la inteligencia local prima sobre los modelos importados. Colabora con carpinteros, zapateros, guardianes, tatuadores, personas cuyas habilidades generalmente son invisibilizadas en el mundo del arte. Este enfoque colaborativo produce obras que llevan las marcas de múltiples manos, múltiples voces.
Los críticos occidentales adoran hablar de “descolonización” como si fuera una postura intelectual elegante. Mahama, él, descoloniza concretamente: recuperando las infraestructuras coloniales para reasignarlas, creando economías alternativas en torno a la recuperación material, formando jóvenes en el norte de Ghana en lugar de en Londres o Nueva York. Su descolonización no es retórica: es material, arquitectónica, económica. Marie-Ann Yemsi, comisaria en el Palais de Tokyo en París, afirma justamente que él “desempeña un papel inmenso en la descolonización de la imaginación” [4].
Sería tentador terminar con una nota optimista, celebrar a Mahama como un héroe del arte contemporáneo, un modelo para todos. Pero eso traicionaría el espíritu mismo de su obra. Porque lo que Mahama nos ofrece no es una narrativa de triunfo, sino una meditación profunda sobre el fracaso como material fértil. Él mismo dice estar interesado en el fracaso como material pero también como potencial, en la idea de que el fracaso abre un portal para releer el mundo en el que vivimos. Esta filosofía del fracaso productivo invierte nuestras expectativas heroicas. Sugiere que es precisamente en la avería, en la ruptura, en el abandono donde se encuentran las oportunidades de reinvención.
Sus vagones oxidados, sus camas de hospital usadas, sus sacos agujereados: todo eso testimonia sistemas que han fallado. El sistema ferroviario colonial que nunca sirvió a las poblaciones locales. El sistema sanitario infrafinanciado. La economía mundial que trata las materias primas africanas como simples commodities. Mahama no oculta estos fracasos. Los expone, los estudia, los transforma en herramientas de reflexión. Sus obras se convierten en autopsias del capitalismo poscolonial, revelando los mecanismos de la explotación en la textura misma de los materiales.
Lo que distingue a Mahama de los artistas que se conforman con denunciar, es que él construye simultáneamente alternativas. Sus centros de arte no son monumentos a su propia gloria, sino infraestructuras vivas, en mutación constante. Acogen exposiciones que duran seis meses para permitir que los aldeanos alejados realicen el viaje. Archivan el trabajo de artistas ghaneses de generaciones anteriores cuyas obras estaban desapareciendo. Forman a niños en programación, robótica y tecnologías digitales a la vez que mantienen un anclaje en las prácticas materiales.
En un mundo del arte contemporáneo obsesionado por la novedad, Mahama practica una temporalidad diferente. Sus obras miran hacia atrás para imaginar hacia adelante. Extraen de las ruinas del pasado los materiales del futuro. Esta actitud frente al tiempo no es ni nostálgica ni futurista: es arqueológica y visionaria simultáneamente. Él excava las capas de la historia colonial y poscolonial para extraer potencialidades inexploradas.
Así que sí, Ibrahim Mahama merece que se le preste atención. No porque represente el arte africano contemporáneo (como si existiera tal categoría monolítica), sino porque propone una reforma radical de lo que el arte puede hacer en el mundo. Nos recuerda que los materiales llevan historias, que los edificios son textos, que los gestos artísticos pueden construir comunidades reales. Su obra es una demostración brillante de que el arte no necesita elegir entre rigor intelectual e impacto social, entre belleza formal y compromiso político. Puede ser todo eso a la vez, en toda su complejidad áspera y magnífica. Y si eso os molesta, mejor: esa era precisamente la intención.
- Chimamanda Ngozi Adichie, Purple Hibiscus, Algonquin Books, 2003.
- Chinua Achebe, escritor nigeriano (1930-2013), autor entre otros de Things Fall Apart (1958), considerado un texto fundacional de la literatura africana poscolonial moderna.
- Ibrahim Mahama, contribución a la serie Messages of Hope de Designboom durante la pandemia de COVID-19.
- Marie-Ann Yemsi, comisaria de la exposición Ubuntu, a Lucid Dream en el Palais de Tokyo en París.
















