Escuchadme bien, panda de snobs, dejad de admirar esas pinturas al óleo de Leng Jun que os hacen babear como adolescentes frente a una pantalla táctil nueva. Lleváis una década fascinados por sus retratos hiperrealistas que han conquistado el mercado chino con la sutileza de una excavadora en una tienda de porcelana. El artista se ha convertido en el favorito de los coleccionistas para quienes la virtuosidad técnica equivale a profundidad intelectual. ¡Qué error monumental!
Pero seamos claros: la habilidad técnica de Leng Jun es innegable. Este hombre, nacido en 1963 en la provincia de Sichuan, posee una precisión obsesiva que haría que un microscopio electrónico se pusiera celoso. Sus retratos femeninos, especialmente la serie de las “Pequeñas” como “Pequeña Xiang”, “Pequeña Tang” o la famosa “Pequeña Wen” que se vendió por la módica suma de 7,5 millones de euros, son de una minuciosidad alucinante donde cada poro de la piel, cada mechón de cabello se representa con una exactitud quirúrgica.
La cuestión que me atormenta, y que debería obsesionaros a todos, es la siguiente: ¿por qué demonios pasar nueve meses pintando lo que una cámara puede capturar en una milésima de segundo? La respuesta de Leng Jun merece nuestra atención: “Lo que el ojo humano ve es fundamentalmente diferente de lo que una cámara captura.” Esta afirmación nos lleva directamente al corazón de la fenomenología visual e invita a reconsiderar nuestra relación con la percepción.
Leng Jun nos obliga a enfrentar nuestra experiencia sensorial con nuestra comprensión de la representación. Sus obras funcionan como experimentos perceptuales que recuerdan extrañamente las meditaciones de Maurice Blanchot sobre la imagen. Para Blanchot, la imagen no es la simple reproducción de un objeto, sino lo que permanece cuando el objeto ha desaparecido. “La imagen exige la neutralidad y la eliminación del mundo”, escribía, sugiriendo que la imagen auténtica no reproduce lo visible, sino que lo hace visible [1]. Leng Jun, mediante su práctica tenaz, no busca fotografiar sino hacer emerger una verdad visual que solo el ojo humano, con sus imperfecciones y particularidades, puede captar.
Esta dimensión fenomenológica de su trabajo es particularmente impactante en su serie de bambús. Estas pinturas, que evocan sutilmente la tradición china de la pintura a tinta, proponen una meditación sutil sobre la percepción y la representación. Los bambús de Leng Jun no son simples reproducciones botánicas; se convierten en exploraciones de los límites de la visión y la representación, objetos de contemplación que nos invitan a ralentizar nuestra mirada frenética para redescubrir el acto mismo de ver.
Pero no nos dejemos engañar: lo que hace que el trabajo de Leng Jun sea tan provocador es precisamente su posición ambigua en el panorama artístico contemporáneo. Su hiperrealismo aparece como un anacronismo en la era de la reproducción digital instantánea, como un gesto de resistencia frente a la vertiginosa velocidad de producción de imágenes en la China actual. Esta resistencia temporal resuena con las reflexiones de Paul Virilio sobre la aceleración y la desaparición. Virilio nos advirtió sobre cómo la velocidad reconfigura nuestra percepción del mundo: “La velocidad reduce el mundo a nada” [2]. En esta perspectiva, la obstinación de Leng Jun de pasar meses en un solo lienzo puede interpretarse como un acto deliberado de sabotaje contra el régimen de la instantaneidad que domina nuestra era visual.
La obsesión de Leng Jun por el detalle no es ajena a la inquietante extrañeza freudiana. Sus retratos son tan reales que se vuelven irreales, cayendo en lo que Freud llamó el “unheimlich”, esa familiaridad que provoca malestar precisamente porque es demasiado familiar. Los rostros de sus modelos nos miran con una intensidad que roza lo insoportable, como si estuviéramos frente a dobles perfectos cuya perfección misma revela la artificialidad fundamental.
Para comprender plenamente el significado del trabajo de Leng Jun, es necesario situarlo en el contexto de la historia del arte chino. Formado en las tradiciones académicas heredadas del realismo socialista, vivió la transición tumultuosa hacia una China de consumo desenfrenado. Su obra, en particular sus primeras series como “Estrella Roja” o “Vestigios, Nuevo Diseño de Producto”, refleja esta tensión entre la herencia revolucionaria y la emergencia de una sociedad de consumo. Estas obras más conceptuales y críticas de los años 1990 contrastan con sus retratos hiperrealistas posteriores, revelando un artista que navega conscientemente entre la crítica social y la virtuosidad técnica.
La trayectoria artística de Leng Jun plantea cuestiones esenciales sobre la propia noción de progreso en el arte. Mientras que la historia del arte occidental moderno se ha construido sobre una narrativa de rupturas sucesivas con el pasado, Leng Jun propone un modelo diferente, más cíclico, donde el retorno a la tradición puede constituir un gesto radical. Este enfoque hace eco a las reflexiones de Virilio sobre los “accidentes” del progreso: cada avance tecnológico produce simultáneamente su propia catástrofe potencial [3]. En esta perspectiva, el hiperrealismo obsesivo de Leng Jun podría interpretarse como el accidente específico de nuestra era de hiper-reproducción digital.
Más allá de su virtuosidad técnica, los retratos femeninos de Leng Jun plantean cuestiones inquietantes sobre la mirada masculina en el arte contemporáneo chino. Estas mujeres idealizadas, congeladas en una perfección artificial, pueden verse como la continuación de una larga tradición de objetivación de la belleza femenina en el arte. Paradójicamente, la extrema precisión de su representación las deshumaniza, transformándolas en iconos inaccesibles en lugar de sujetos vivos.
Lo realmente intrigante en su trabajo no es tanto su capacidad para reproducir el realismo como su capacidad para cuestionar nuestra relación con la realidad. Leng Jun no pinta simplemente lo que ve; pinta nuestra manera de ver, con todas sus limitaciones y particularidades. Así, sus lienzos se convierten en archivos del acto mismo de la percepción, documentos que atestiguan no tanto el mundo visible sino nuestra forma de percibirlo.
La obsesión por el detalle de Leng Jun también evoca lo que Blanchot llamaba “la espera”, esa suspensión del tiempo que precede a la revelación. “La espera no puede esperarse a sí misma”, escribía, sugiriendo que el acto de esperar crea un espacio-tiempo particular donde las posibilidades permanecen abiertas [4]. La pintura de Leng Jun, en su lentitud deliberada, crea precisamente este tipo de espera, un espacio de contemplación que resiste el consumo rápido de las imágenes.
Hablemos ahora de su lugar en el mercado del arte. En 2019, “Mona Lisa, acerca del diseño de la sonrisa” se vendió por 9 millones de euros, seguida por “Pequeña Wen” que alcanzó los 10 millones. Estas cifras astronómicas reflejan menos el valor artístico intrínseco de estas obras que las dinámicas perversas de un mercado chino en búsqueda de valores seguros. El hiperrealismo de Leng Jun ofrece la garantía de una inversión visualmente impresionante, técnicamente indiscutible y culturalmente ambigua, suficientemente tradicional para tranquilizar a coleccionistas conservadores y suficientemente virtuoso para impresionar a los novatos.
La ambigüedad fundamental del trabajo de Leng Jun reside en su posición en la encrucijada de múltiples tradiciones e influencias. Por un lado, se inscribe en la línea de los pintores tradicionales chinos para quienes la maestría técnica era inseparable del cultivo espiritual. Por otro lado, adopta los códigos visuales de un hiperrealismo occidental, a la vez que los subvierte para crear una estética distintivamente china. Esta hibridez cultural convierte su obra en un espacio privilegiado para explorar las tensiones entre tradición y modernidad en la China contemporánea.
Lo que diferencia fundamentalmente a Leng Jun de otros hiperrealistas como Chuck Close es su relación con el tiempo. Mientras que Close utilizaba la fotografía como punto de partida para luego alejarse de ella en un proceso de deconstrucción, Leng Jun comienza con la observación directa del modelo y se embarca en un proceso de intensificación paciente. Su trabajo no es tanto una reproducción como un aumento de lo real, una amplificación que hace visible lo que el ojo percibe pero que la conciencia ordinaria no nota.
La cuestión que debemos plantearnos no es si Leng Jun es un gran artista, su maestría técnica es indiscutible, sino más bien lo que su éxito nos dice sobre nuestra época y nuestra relación con la imagen. En un mundo saturado de imágenes digitales manipuladas y efímeras, el hiperrealismo meticuloso de Leng Jun ofrece un contrapunto seductor: la promesa de una imagen auténtica, creada por la mano humana con una paciencia monástica. Esta promesa, por ilusoria que sea (pues toda representación es por definición una construcción), responde a una nostalgia profunda por una relación más directa y más lenta con lo visible.
Si Blanchot nos invita a ver la imagen como lo que queda cuando el objeto ha desaparecido, las pinturas de Leng Jun podrían entenderse como intentos de capturar lo que desaparece en la imagen fotográfica: la duración, la atención sostenida, la subjetividad de la mirada humana. Estas cualidades, que constituyen la esencia misma de la experiencia perceptual, son precisamente lo que la reproducción mecánica no puede captar.
Lo que hace que el trabajo de Leng Jun sea tan interesante y problemático es precisamente su capacidad para difuminar la frontera entre reproducción y creación. Sus pinturas nos obligan a reconsiderar lo que significa ver y representar en un mundo donde la distinción entre real y virtual se vuelve cada vez más tenue. Nos confrontan con la extraña verdad que Virilio presintió: cuanto más perfecta se vuelve nuestra capacidad para reproducir lo real, más inasible se vuelve el propio real.
La paradoja última de Leng Jun es quizás ésta: al llevar la representación realista a sus límites extremos, termina por revelar su imposibilidad fundamental. El hiperrealismo, llevado a su paroxismo, se desliza hacia lo surreal, recordándonos que toda representación no es más que una aproximación, una interpretación, una ficción, por meticulosa que sea.
Leng Jun, con su grave miopía, pinta literalmente a ciegas, con la nariz casi pegada al lienzo. Esta anécdota biográfica se convierte en metáfora: el artista que ve mejor que nadie es también aquel que sólo puede ver de muy cerca, en un campo extremadamente limitado. ¿No es esta acaso la imagen perfecta de nuestra condición contemporánea, donde la hipervisibilidad del mundo coincide con una nueva ceguera ante su complejidad?
- Blanchot, Maurice. El espacio literario. Gallimard, 1955.
- Virilio, Paul. La estética de la desaparición. Éditions Galilée, 1989.
- Virilio, Paul. El accidente originario. Éditions Galilée, 2005.
- Blanchot, Maurice. La espera el olvido. Gallimard, 1962.
















