Escuchadme bien, panda de snobs: si aún creéis que la acuarela no es más que un pasatiempo dominical para jubilados nostálgicos, entonces nunca habéis contemplado los 450 centímetros de caos controlado de un Lars Lerin. Este sueco, nacido en los bosques de Munkfors en 1954, no pinta el agua, esculpe el tiempo, diría Tarkovski. Y esta metáfora no es fortuita.
En el ámbito artístico escandinavo, Lars Lerin ocupa una posición singular que desafía las clasificaciones apresuradas. Formado en la escuela de Gerlesborg y luego en la Facultad de Bellas Artes de Valand en Gotemburgo entre 1980 y 1984, se ha impuesto como uno de los acuarelistas más influyentes de su generación, superando ampliamente las fronteras nórdicas para tocar el alma europea y americana. Su museo permanente Sandgrund en Karlstad, inaugurado en 2012, da testimonio de este reconocimiento institucional, pero es en el enfrentamiento directo con sus obras monumentales donde se revela la verdadera magnitud de su genio.
Porque Lerin opera una revolución silenciosa en el arte de la acuarela. Donde se espera la delicadeza burguesa, impone la brutalidad poética. Sus formatos, a menudo superiores a los 3 metros, transforman la intimidad tradicional del medio en una experiencia inmersiva. “Pinto lo que veo, no lo que sé”, declara [1], un eco inquietante de los preceptos de Turner que parece reinventar para nuestra época desencantada.
La temporalidad de Tarkovski o el arte de esculpir el instante
Existe en la obra de Lars Lerin una cualidad temporal que evoca inmediatamente el universo cinematográfico de Andréi Tarkovski. Esta afinidad no es accidental: revela un enfoque común del arte como exploración metafísica de la existencia humana frente a la inmensidad natural.
Tarkovski, en su obra Le Temps scellé, teorizaba el cine como un arte del tiempo puro, distinto del montaje de Eisenstein por su capacidad para captar la duración real. Las acuarelas de Lerin proceden de una vertiente similar: no representan un instante detenido, sino que llevan en sí la memoria del proceso de creación, esa “técnica húmedo sobre húmedo” [2] que permite que el agua y el pigmento interactúen según sus propias leyes físicas.
Esta temporalidad particular se manifiesta en sus series de Lofoten, archipiélago noruego donde vivió doce años decisivos. Sus visiones de Henningsvær o sus Motivos de Lofoten no capturan la belleza turística de los paisajes, sino su melancolía existencial. Como en Tarkovski, la oscuridad no es ausencia de luz sino revelación de una verdad más profunda. En Fjord (2015), las gaviotas vuelan bajas sobre el agua oscura mientras algunos edificios se apiñan en la orilla, “bajo el manto de la oscuridad invasiva” [3]. La escritura manuscrita que atraviesa la obra crea un efecto de distanciamiento que Tarkovski usaba para mantener al espectador en un estado de cuestionamiento contemplativo.
La influencia de Tarkovski también se encuentra en el tratamiento de la arquitectura. Las casas aisladas de Lerin, esas “caravanas aparcadas cerca de una casa” o esos “garajes en Lofoten” evocan los edificios en ruinas del maestro ruso, siempre a punto de ser reconquistados por la naturaleza. Esta vulnerabilidad arquitectónica expresa “la condición existencial en un entorno envuelto por la oscuridad del invierno ártico” [3], tema central de la filmografía de Tarkovski donde el hombre permanece eternamente en busca de sentido frente a la infinitud cósmica.
Pero tal vez sea en su relación con la memoria donde Lerin se une más íntimamente a Tarkovski. Sus obras funcionan por acumulación de recuerdos visuales y textuales, creando esos “instantáneas de memorias que capturan impresiones de vida y calidez tales como tal vez ya no existan” [4]. Esta nostalgia no es complaciente: se convierte en instrumento de conocimiento, medio para acceder a una verdad poética superior a la simple representación naturalista.
Lerin practica lo que podría llamarse una “arqueología del instante”. Sus cuadernos de viaje se transforman en meditaciones visuales donde la geografía exterior revela los paisajes interiores. Esta doble exploración espacial y temporal se desarrolla en sus grandes composiciones donde “diferentes negros, ocre y azul ultramar francés” [5] componen sinfonías cromáticas de una sofisticación rara. El artista no busca reproducir sino revelar, trabajando “sobre una mesa de ping-pong” [5] estos formatos gigantes que transforman el taller en un laboratorio de experimentación temporal.
La inquietante extrañeza de lo familiar
La obra de Lars Lerin encuentra su profundidad particular en lo que Sigmund Freud denomina das Unheimliche, lo inquietante. Esta noción psicoanalítica, desarrollada en 1919, designa esa sensación perturbadora que surge cuando lo familiar revela de repente su dimensión oculta, secreta, potencialmente amenazante.
En Lerin, esta inquietante extrañeza opera a varios niveles. Primero en su tratamiento de los objetos cotidianos: sus naturalezas muertas de “porcelana y vidrio” transforman los utensilios domésticos en presencias enigmáticas. Las sillas que pinta se convierten en “retratos”, según la comisaria Bera Nordahl, revelando “las características personales y relacionales en el estilo, el desgaste, la distancia entre las sillas y su colocación direccional” [6]. Estos asientos vacíos llevan la huella fantasma de sus ocupantes ausentes, creando esa tensión entre presencia y ausencia característica de lo unheimlich freudiano.
Más perturbador aún, su trabajo sobre los dioramas del Museo de Historia Natural de Gotemburgo revela la esencia misma de lo inquietante. Esos “animales disecados” que pinta “dentro de la vitrina” con “el fondo detrás del fotógrafo reflejado en el cristal” [6] crean un mundo con múltiples estratos ontológicos. ¿Qué estamos mirando? ¿El animal naturalizado? ¿Su representación pictórica? ¿El reflejo del mundo vivo en la vitrina? Esta estratificación vertiginosa evoca directamente el análisis freudiano de los autómatas y figuras de cera, esos objetos que difuminan la frontera entre animado e inanimado.
La inquietante extrañeza de Lars Lerin encuentra su expresión más impactante en sus arquitecturas despobladas. Sus casas aisladas en el campo sueco o noruego nunca son simplemente pintorescas: llevan en sí una amenaza sorda, la del abandono, de la desaparición. Estos edificios “vulnerables a los elementos siempre presentes” evocan lo que Freud identifica como el retorno de lo reprimido, aquí, la precariedad fundamental de nuestra inscripción en el mundo.
La escritura manuscrita que atraviesa sus composiciones añade una dimensión adicional a esa inquietante extrañeza. Estos fragmentos de texto, a menudo ilegibles, funcionan como intrusiones del inconsciente en el orden representativo. Crean esta “otra dimensión, asociación con el diario, las cartas” [7] que reivindica el artista, pero generan simultáneamente una tensión cognitiva en el espectador, confrontado con un mensaje que no puede descifrar totalmente.
Esta estética de la incertidumbre alcanza su apogeo en las obras donde Lerin mezcla fotografía mental y creación pura. Trabajando “desde impresiones directas hasta piezas más complejas” donde se detiene y “vuelve a empezar después de un tiempo para una visión más fresca” [7], instaura una temporalidad del entretiempo que desestabiliza nuestros referentes perceptivos. Sus paisajes no son ni totalmente memoria ni totalmente observación: ocupan ese espacio intermedio que Freud identifica como el territorio privilegiado de lo unheimlich.
La alquimia de lo efímero
La técnica de Lerin revela un dominio paradójico: controlar lo incontrolable. Este enfoque “húmedo sobre húmedo”, donde el artista “rocía toda la hoja de papel y usa sus pigmentos en lavados intuitivos de color en los primeros minutos para obtener esa calidad atmosférica” [8], establece un diálogo permanente con el accidente creador. Esta aceptación de lo imprevisto se inscribe en una tradición estética que va desde Turner hasta los expresionistas abstractos, pero Lerin añade su particular sensibilidad nórdica.
Su relación con el color evidencia esta búsqueda de equilibrio entre control y abandono. Privilegiando “diferentes negros, ocre y azul ultramar francés” [5], construye sus armonías sobre tierras y sombras más que sobre el brillo. Esta paleta voluntariamente restringida genera una intensidad emocional tanto más fuerte cuanto que economiza sus efectos. Sus grises, “profundos y oscuros, o etéreos y brillantes, pareciendo iluminar la imagen desde el interior de manera mágica” [9], revelan una comprensión profunda de los poderes expresivos de la monocromía.
Esta economía cromática sirve a un proyecto estético más amplio: revelar lo extraordinario en lo ordinario. Lerin no pinta paisajes de postales sino “condiciones existenciales”, esos momentos en que el ser humano se encuentra confrontado con su soledad fundamental. Sus Promeneurs nocturnes avanzan “hacia nosotros, chapoteando en la nieve profunda a lo largo de una calle donde se ve brillar la aurora boreal en el cielo arriba” [3], pero toda esa belleza permanece “detrás de la espalda del paseante nocturno, él no la ve ni la aprecia. Está encerrado en sí mismo en el frío”.
Esta melancolía nunca es complaciente en Lerin. Proviene de una lucidez artística que asume su función catártica. Como él mismo explica: “Pintar y trabajar con imágenes (y palabras) es mi manera de manejar la vida, una especie de meditación diaria, de rutina” [7]. El arte se convierte así en instrumento de supervivencia psíquica, medio de transformar la angustia existencial en belleza contemplativa.
Esta transformación se opera especialmente mediante el gigantismo de sus formatos. Sus obras de “206 x 461 centímetros” no buscan el efecto espectacular sino la inmersión total. Crean un entorno visual que envuelve al espectador, obligándolo a una experiencia física tanto como estética. Esta dimensión encarnada de la recepción estética recuerda que el arte de Lerin no se dirige solo a la inteligencia sino a la sensibilidad global del ser humano.
La poética de la ausencia
En el corazón de la estética de Lars Lerin resuena una interrogante fundamental sobre la ausencia y la pérdida. Esta preocupación atraviesa toda su obra, desde sus primeras exploraciones en Värmland hasta sus recientes regresos al archipiélago de Lofoten documentados por la televisión sueca en 2016.
La ausencia se manifiesta primero en sus arquitecturas despobladas. Estas casas, estos garajes, estos almacenes de pescado nunca están habitados en el instante de la representación. Llevan las huellas de la presencia humana, desgaste, pátina y acondicionamientos, pero permanecen fundamentalmente vacíos. Esta vacuidad no es neutra: interroga nuestra relación con el lugar, el arraigo, la permanencia de las cosas humanas frente a la indiferencia natural.
La ausencia se vuelve especialmente conmovedora en sus representaciones de objetos domésticos. Sus sillas vacías funcionan como retratos en negativo, evocando por su sola disposición las relaciones humanas que las moldearon. Esta capacidad de hacer hablar a lo inanimado revela una sensibilidad poética rara, capaz de descubrir lo humano en sus rastros más tenues.
Pero quizá sea en su tratamiento de la temporalidad donde Lerin desarrolla su poética de la ausencia más sofisticada. Sus paisajes nunca captan el instante presente, sino siempre un tiempo pasado o suspendido. Esta temporalidad fantasma se expresa en su técnica misma: la acuarela captura la evaporación del agua, transformando el proceso de desaparición en un evento estético.
Esta estética de la evanescencia encuentra su culminación en sus obras más recientes, donde el artista explora “países lejanos, así como la esquina de la calle en Värmland” [10]. Esta geografía ampliada no diluye su poética sino que la universaliza: en todas partes, el hombre permanece confrontado a las mismas preguntas existenciales, a los mismos temores frente al paso del tiempo y a las certezas que se desmoronan.
La obra de Lars Lerin constituye así una meditación continua sobre la condición humana contemporánea. En un mundo cada vez más urbanizado y desmaterializado, mantiene viva una relación sensual y espiritual con la naturaleza y el tiempo. Sus acuarelas funcionan como oasis de contemplación en el flujo acelerado de nuestra época, recordando que el arte conserva ese poder único de ralentizar el tiempo y profundizar nuestra relación con lo real.
Esta capacidad de tocar lo universal a través de lo particular explica el considerable éxito de Lerin en Escandinavia y más allá. Sus exposiciones atraen multitudes que encuentran en sus paisajes una parte de sí mismos olvidada o reprimida. Porque más allá de su indiscutible virtuosismo técnico, Lerin posee ese don raro de revelar la belleza melancólica del mundo, esa belleza que nace precisamente de la conciencia de su fragilidad.
Frente a sus grandes composiciones, el espectador experimenta lo que podríamos llamar un “sublime nórdico”, mezcla de elevación estética y angustia metafísica característica de la sensibilidad escandinava. Esta estética de la ambivalencia, donde belleza y inquietud se entrelazan inexorablemente, coloca a Lars Lerin entre los artistas más auténticos de nuestro tiempo, aquellos que rehúsan las consolaciones fáciles para enfrentar directamente las preguntas últimas de la existencia humana.
Su influencia se extiende ahora mucho más allá del círculo restringido de los aficionados a la acuarela. Reconocido por la Real Academia de Bellas Artes de Estocolmo, ganador del premio August 2014 por su libro Naturlära, personalidad televisiva del año 2016 en Suecia, Lerin encarna esa figura rara del artista popular sin concesión estética. Su capacidad para tocar simultáneamente a la élite cultural y al gran público testifica la autenticidad de su enfoque artístico.
Este éxito no debe, sin embargo, ocultar la radicalidad de su proyecto estético. Al reinventar la acuarela nórdica, Lerin propone una alternativa al arte conceptual dominante de nuestra época. Reclama un retorno a las fuentes sensoriales de la creación, esa “meditación diaria” [7] que convierte el taller en un laboratorio existencial tanto como estético.
Esta posición singular en el panorama artístico contemporáneo le permite explorar territorios emocionales a menudo descuidados por el arte oficial. Sus obras hablan de soledad sin miserabilismo, de melancolía sin complacencia, de angustia sin desesperación. Revelan esa “nostalgia existencial común a todos nosotros” [4] que nuestra civilización técnica tiende a reprimir o a medicalizar.
El arte de Lars Lerin nos recuerda así que la función primera del arte sigue siendo la exploración de la condición humana en sus dimensiones más fundamentales. Frente a la aceleración del mundo contemporáneo, sus acuarelas proponen un tiempo alternativo, el de la contemplación activa y del reconocimiento silencioso de nuestra vulnerabilidad común ante la inmensidad del mundo.
Esta lección de sabiduría estética sitúa a Lars Lerin entre los creadores esenciales de nuestra época, aquellos que mantienen viva la tradición humanista del arte europeo mientras la adaptan a las sensibilidades contemporáneas. Su obra constituye un puente entre las preocupaciones ancestrales del hombre nórdico y los cuestionamientos universales de nuestra modernidad tardía, ofreciendo a cada uno la posibilidad de reencontrar, el tiempo de una contemplación, esa parte de eternidad que contiene todo verdadero arte.
- Konstantin Sterkhov, “Lars Lerin Interview”, Art of Watercolor, 2012
- Hanna August-Stohr, “The Watercolor Worlds of Lars Lerin”, American Swedish Institute, Minneapolis, 2016
- Galleri Lofoten, “A new approach to Lofoten, Lars Lerin”, 2025
- Bera Nordal, Nordic Water Colour Museum, “Watercolour technique is a powerful tool”, 2011
- Konstantin Sterkhov, “Lars Lerin Museum Interview”, Art of Watercolor, 2013
- Susan Kanway, “Lars Lerin at American Swedish Institute”, Art As I See It Blog, 2016
- Konstantin Sterkhov, “Lars Lerin Interview”, Art of Watercolor, 2012
- Hanna August-Stohr, “The Watercolor Worlds of Lars Lerin”, American Swedish Institute, Minneapolis, 2016
- Galleri Lofoten, “Lars Lerin Exhibition Description”, Gallery Lofoten, 2025
- Sune Nordgren, “As Fast as The Eye”, The Royal Academy of Fine Arts, Stockholm, 2025
















