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Las metamorfosis sagradas de Robert Gober

Publicado el: 4 Febrero 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 9 minutos

Robert Gober transforma los objetos cotidianos en tótems misteriosos. Sus fregaderos de yeso y sus piernas de cera crean un universo donde lo banal se vuelve sagrado, donde cada escultura nos confronta con nuestros miedos más profundos y nuestras esperanzas más locas.

Escuchadme bien, panda de snobs. Pensáis que sabéis todo sobre el arte contemporáneo con vuestras teorías abstrusas y vuestras inauguraciones mundanas, pero hoy os voy a hablar de Robert Gober. Nacido en 1954 en Wallingford, Connecticut, este artista estadounidense transforma los objetos más banales de nuestra vida cotidiana en verdaderos tótems de nuestra existencia colectiva. En su obra inquietante y singular, los fregaderos se vuelven altares, las piernas de cera reliquias, y las instalaciones más desconcertantes nos confrontan con nuestros propios demonios con una intensidad rara en el arte contemporáneo.

Gober es un mago de la metamorfosis, un alquimista que transmuta el yeso en porcelana, la cera de abejas en carne humana. Sus esculturas están habitadas por una presencia espectral que nos persigue mucho después de haberlas contemplado. Hay algo profundamente nietzscheano en su manera de sublimar lo ordinario, de transformar los objetos domésticos en manifestaciones del eterno retorno. Porque sus fregaderos, esos receptáculos inmaculados que salpican su obra desde los años 1980, no son meras reproducciones. Son encarnaciones del concepto nietzscheano de la transmutación de los valores, donde lo banal se vuelve sagrado, donde lo útil se vuelve metafísico.

Tomemos esos fregaderos, creaciones emblemáticas que le dieron su fama. Fabricados meticulosamente a mano en yeso y recubiertos con esmalte semibrillante, están sistemáticamente desprovistos de grifos y tuberías. Estas ausencias no son anodinas. Transforman estos objetos funcionales en monumentos a la imposibilidad de la purificación, en testimonios silenciosos de nuestra búsqueda perpetua de redención. En una América marcada por la epidemia del SIDA en los años 1980, esos fregaderos sin agua se vuelven símbolos conmovedores de una sociedad obsesionada con la limpieza pero incapaz de enfrentar sus propios prejuicios. Cada fregadero es como una estela funeraria moderna, un memorial a las víctimas de una epidemia que la sociedad prefería ignorar.

La filosofía hegeliana de la negación determinada encuentra aquí un eco impresionante. El lavabo de Gober no es simplemente un lavabo que no funciona, es la negación misma de su función lo que le confiere su poder evocador. Ya no es un objeto utilitario sino un portal hacia el inconsciente colectivo, un testigo mudo de nuestros rituales cotidianos de purificación. El artista nos obliga así a enfrentar la dialéctica entre lo puro y lo impuro, lo sagrado y lo profano, en una sociedad que busca desesperadamente compartimentar estos opuestos. Los lavabos, colocados a diferentes alturas en las paredes, crean una coreografía espacial que evoca tanto pilas bautismales como urinarios, confundiendo deliberadamente las fronteras entre lo sagrado y lo profano.

La obsesión de Gober por la fabricación manual de sus obras no es una simple elección técnica. Es un acto de resistencia contra la producción en masa, una afirmación del valor del trabajo artesanal en un mundo cada vez más mecanizado. Cada objeto lleva las mínimas huellas de su fabricación, como cicatrices que testifican el proceso de su creación. Esta atención maníaca al detalle transforma cada escultura en una especie de reliquia contemporánea, donde la perfección aparente de la superficie oculta las innumerables horas de trabajo paciente y meticuloso.

Las instalaciones monumentales de Gober transforman espacios enteros en teatros del inconsciente colectivo. Su instalación destacada de 1989 en la Paula Cooper Gallery sigue siendo un ejemplo perfecto de su capacidad para crear ambientes que nos enfrentan a nuestros demonios sociales. El papel pintado, repitiendo la imagen de un hombre blanco dormido yuxtapuesta a la de un hombre negro ahorcado, creaba un diálogo escalofriante sobre la violencia racial en América. En el centro del espacio se erguía un vestido de novia inmaculado, vacío, como un fantasma acusador de la inocencia perdida. Esta obra compleja nos sumerge en una reflexión profunda sobre la culpa colectiva y la memoria histórica, evocando el pensamiento de Walter Benjamin sobre la historia como una acumulación de catástrofes.

Las piernas de cera de Gober representan quizá el aspecto más perturbador de su obra. Estos fragmentos de cuerpo que emergen de las paredes como fósiles de un futuro apocalíptico nos recuerdan nuestra propia mortalidad con una agudeza inquietante. Moldeadas con una precisión anatómica inquietante, cubiertas de pelos humanos auténticos, encarnan la fragilidad de nuestra existencia carnal. Estos fragmentos corporales evocan las reliquias medievales al tiempo que desvían el sentido sagrado original. Es aquí donde el pensamiento de Georges Bataille sobre lo informe encuentra una resonancia particular, en esta tensión entre lo sagrado y lo abyecto, entre la veneración y la repulsión. La presencia de pelos humanos reales en estas esculturas de cera crea un efecto de hiperrealismo que nos desestabiliza profundamente, obligándonos a confrontar nuestra propia corporalidad en toda su vulnerabilidad.

El artista manipula la materia con una obsesión casi monástica que transforma cada creación en un acto de devoción profana. Esta atención maníaca al detalle no deja de recordar las prácticas ascéticas de los monjes copistas de la Edad Media. La repetición se convierte aquí en un ritual de transformación, donde cada lavabo, cada pierna, cada instalación se convierte en una estación en un camino de cruz contemporáneo. El propio proceso de fabricación se convierte en una forma de meditación activa, una manera de trascender la materialidad bruta para alcanzar una dimensión espiritual.

Las instalaciones de Gober son espacios liminales donde la realidad cotidiana se disuelve para dar lugar a algo más inquietante, más profundo. En su instalación principal en la Dia Art Foundation en 1992-93, se instalaron lavabos funcionales en un bosque pintado a mano en las paredes. El agua que fluía sin cesar creaba una sinfonía hipnótica, pero las ventanas con barrotes en lo alto recordaban que estábamos en una prisión dorada. Esta obra compleja puede interpretarse como una meditación sobre la naturaleza misma de la libertad en nuestra sociedad contemporánea, evocando las reflexiones de Michel Foucault sobre las estructuras de poder y vigilancia. El agua, elemento purificador por excelencia, se convierte aquí en el símbolo ambiguo de una purificación imposible, de una redención siempre demorada.

La transformación está en el corazón de la obra de Gober. Sus objetos familiares se vuelven extraños, inquietantes, portadores de una carga emocional y política que trasciende su banalidad original. Esta metamorfosis recuerda al concepto aristotélico de la mimesis, pero llevado hasta sus límites más extremos. Ya no es una simple imitación de la realidad, sino una transfiguración que revela las verdades ocultas bajo la superficie de lo cotidiano. Cada objeto se convierte en un testimonio donde se superponen múltiples capas de significado, creando una densidad semántica que resiste cualquier interpretación simplista.

Las referencias a la infancia están omnipresentes en su obra, pero siempre teñidas de una inquietante extrañeza que nos remite a las teorías freudianas sobre lo unheimlich. Las camas infantiles deformadas, las puertas que no conducen a ningún lugar, los lavabos colocados demasiado bajos, todos estos elementos crean un universo donde la inocencia está perpetuamente amenazada. Esta exploración de los traumas infantiles no deja de evocar las teorías psicoanalíticas de Melanie Klein sobre los objetos parciales y las angustias primitivas. Los objetos domésticos, normalmente fuente de consuelo y seguridad, se vuelven bajo sus manos presencias amenazantes que nos recuerdan la fragilidad de nuestras construcciones psíquicas.

El trabajo de Gober está profundamente arraigado en su experiencia personal como hombre gay que creció en una América católica conservadora, pero trasciende estas particularidades para alcanzar una dimensión universal. Sus obras hablan de pérdida, deseo, memoria y redención de una manera que toca la esencia misma de la experiencia humana. Quizá ahí reside su mayor fuerza: en su capacidad para transformar lo personal en universal, lo específico en arquetípico. Su arte se convierte así en un lugar de encuentro donde las experiencias individuales se disuelven en una conciencia colectiva más amplia.

El arte de Gober es un arte de la presencia y la ausencia, donde cada objeto existe simultáneamente en esos dos estados contradictorios. Sus esculturas están a la vez presentes y ausentes, familiares y extrañas, reconfortantes y profundamente perturbadoras. Esta dialéctica constante entre presencia y ausencia evoca el pensamiento de Jacques Derrida sobre la traza y la différance, donde el sentido está siempre en movimiento, siempre diferido. Los lavabos sin grifos, las camas vacías, las puertas que no se abren, todos estos elementos crean una red de significados que se escapan constantemente a nuestra comprensión total.

En su trabajo sobre la materialidad misma de los objetos, el uso de la cera de abejas para sus esculturas de miembros humanos no es una elección trivial. La cera, material tradicional de la escultura religiosa, posee una translucidez que evoca la carne humana al tiempo que mantiene una cualidad espectral. Esta ambigüedad material contribuye a crear una tensión permanente entre lo real y lo artificial, lo vivo y lo inerte. Los pelos humanos implantados en la cera añaden una dimensión adicional de inquietud, creando objetos que son tanto artefactos como reliquias profanas.

Las instalaciones más recientes de Gober continúan explorando estos temas con una intensidad renovada. Su trabajo sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001, presentado en el MoMA, transforma la tragedia nacional en una meditación personal sobre la pérdida y la memoria colectiva. Montones de periódicos apilados, cuerpos fragmentados, flujos de agua incesantes crean un espacio de duelo y contemplación que trasciende el simple memorial para convertirse en un lugar de transformación espiritual. El artista logra aquí crear un diálogo sutil entre la historia personal y colectiva, entre el trauma individual y social.

La dimensión política de su obra no puede ser ignorada, pero siempre se expresa de manera oblicua, a través de metáforas y yuxtaposiciones más que por declaraciones directas. Sus instalaciones crean espacios de reflexión donde se abordan las cuestiones de género, raza, sexualidad y poder con una sutileza que no resta fuerza crítica. Es un arte que nos obliga a confrontar nuestros propios prejuicios y puntos ciegos, pero lo hace con una elegancia formal que hace que ese enfrentamiento sea aún más efectivo.

La influencia del arte religioso católico en su trabajo es evidente, pero Gober subvierte constantemente sus códigos. Sus fregaderos pueden verse como fuentes bautismales profanas, sus piernas de cera como reliquias seculares, sus instalaciones como capillas dedicadas a rituales desconocidos. Esta apropiación y subversión de las formas religiosas tradicionales crea una tensión productiva entre lo sagrado y lo profano, entre la tradición y la subversión.

La obra de Robert Gober es un recordatorio constante de que el arte más poderoso a menudo nace de los objetos más ordinarios, de las experiencias más comunes. Pero es en su capacidad para transformar esos elementos, cargándolos de un significado que supera su banalidad original, donde reside su genio particular. Nos muestra que la trascendencia no está que buscar en un más allá mítico, sino en la transfiguración de lo cotidiano, en la santificación de lo ordinario.

El arte de Gober nos recuerda que todos somos seres de carne y espíritu, prisioneros de nuestros cuerpos pero capaces de trascendencia. Sus fregaderos sin agua, sus piernas de cera, sus instalaciones laberínticas son espejos que nos reflejan nuestra propia condición humana, nuestros miedos más profundos y nuestras esperanzas más locas. En un mundo cada vez más virtual y deshumanizado, su obra nos vuelve constantemente a lo esencial: nuestra corporeidad, nuestra mortalidad y nuestro inextinguible deseo de redención.

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Referencia(s)

Robert GOBER (1954)
Nombre: Robert
Apellido: GOBER
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Estados Unidos

Edad: 71 años (2025)

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