Escuchadme bien, panda de snobs. Los pájaros de Bill Hammond vienen a atormentarnos con sus miradas acusadoras. Nos vigilan desde sus acantilados escarpados como si supieran algo que nosotros aún ignoramos. Estas criaturas mitad humanas mitad volátiles, elegantes e inquietantes con sus cabezas de pájaro posadas sobre cuerpos delgados, son las centinelas de un mundo que ya hemos perdido. Son la conciencia de un paraíso abortado, el del Aotearoa (nombre maorí de Nueva Zelanda) antes de la llegada de los humanos, cuando los pájaros reinaban como maestros absolutos de este Edén insular.
Hammond no era solo un artista, era un arqueólogo de la memoria colectiva, un excavador de las angustias contemporáneas. Su pintura es una radiografía implacable de nuestra culpa ambiental y colonial. Con una agudeza visual que duele, nos muestra nuestro propio reflejo deformado en los ojos de las criaturas que hemos masacrado o marginado.
En su cuadro emblemático “Waiting for Buller” (1993), los pájaros-humanos permanecen inmóviles, congelados en la espera de su verdugo, Walter Buller, ese ornitólogo neozelandés que documentaba meticulosamente a las aves mientras las cazaba hasta su extinción. ¿No es esta una metáfora perfecta de nuestra esquizofrenia ecológica actual? Estudiamos, admiramos, protegemos… y destruimos simultáneamente. Como escribía el filósofo Michel Serres en “El contrato natural”: “Amamos lo que matamos, matamos lo que amamos” [1]. Esta dualidad destructiva está en el corazón mismo de la obra de Hammond.
La singularidad visual de Hammond se debe a esa tensión constante entre belleza y malestar. Sus cuadros son visualmente suntuosos, esos verdes esmeralda que parecen irradiar desde el interior, esos dorados que captan la luz como iconos bizantinos, esas composiciones audaces que desafían toda perspectiva convencional. Pero esta esplendor visual no es más que una trampa tendida a nuestra mirada. Nos atrae para confrontarnos mejor con la inquietante extrañeza de estas escenas.
El artista sabía manipular perfectamente los códigos de la pintura tradicional para subvertirlos mejor. En “The Fall of Icarus” (1995), retoma el tema clásico de la caída de Ícaro, pero lo reinterpreta en un paisaje neozelandés donde pájaros-humanos, impasibles, observan la caída de este intruso alado artificial. La hibridez de sus criaturas hace eco de esta ambivalencia fundamental: no estamos completamente separados de la naturaleza, ni completamente en armonía con ella.
Estos pájaros-humanos no son sólo figuras fantásticas salidas de la imaginación desbordada de un artista. Son los fantasmas de un pasado ya ido y los profetas de un futuro incierto. Llevan en sí la memoria de un tiempo en que Nueva Zelanda era “birdland”, como decía el propio Hammond tras su viaje transformador a las islas Auckland en 1989. Esta experiencia de un lugar casi virgen de presencia humana fue para él una revelación que iba a transformar radicalmente su obra.
Porque hay claramente un antes y un después en la trayectoria artística de Hammond. Sus obras de los años 1980, saturadas de referencias a la cultura pop, a la música rock, al consumismo frenético, testimonian una sensibilidad muy diferente. En “Animal Vegetable Acrylic” (1988), nos presentaba a una pareja de yuppies en su interior de diseño, completamente desconectados el uno del otro y del mundo natural visible por la ventana. La crítica social era mordaz, el humor corrosivo.
Pero incluso en esas obras juveniles ya se percibe la visión aguda de un artista que rechaza las convenciones, que distorsiona las perspectivas, que mezcla escalas y referencias. Hammond siempre ha sido un outsider en el mundo del arte neozelandés, rechazando las etiquetas fáciles y las afiliaciones cómodas. Era, como apuntaba acertadamente Justin Paton, “el Hieronymus Bosch de Lyttelton”, creando su propio universo visual a la vez familiar y profundamente extraño.
La dimensión sociológica de la obra de Hammond es ineludible, especialmente en sus cuadros de pájaros. Allí disecciona las complejas relaciones entre los Māori, los colonos europeos y la naturaleza. Como explica el antropólogo Claude Lévi-Strauss en “El pensamiento salvaje”, “las especies animales no se eligen por ser ‘buenas para comer’ sino por ser ‘buenas para pensar'” [2]. Y eso es precisamente lo que hace Hammond con sus pájaros: son herramientas para pensar nuestra relación con el mundo, con la naturaleza, con el otro.
Este pensamiento visual se despliega en obras como “Bone Yard Open Home” (2009), vasto panorama donde sus criaturas aladas se reúnen en enormes cuevas volcánicas. La referencia al arte parietal es evidente, como si Hammond quisiera inscribir su visión en la larga duración de la humanidad, en ese instante primordial en el que el hombre comenzaba a representar su entorno. Pero, a diferencia de las pinturas rupestres prehistóricas, que celebraban a menudo la caza y el dominio humano sobre el animal, Hammond invierte la perspectiva: son los pájaros los que son los maestros, los guardianes de un saber ancestral que hemos perdido.
Algunas obras tardías, como la serie “Wishbone Ash” (2010-2011), introducen grandes urnas decoradas de las que salen humos, evocando rituales misteriosos, quizás sacrificios. Estos elementos ceremoniales refuerzan la dimensión mitológica de su obra. Hammond no sólo pinta cuadros, crea un panteón, una cosmogonía, una mitología personal que dialoga con nuestros mitos contemporáneos de progreso y dominación.
La influencia de la estampa japonesa y la pintura china es palpable en su obra madura. Las líneas fluidas, las perspectivas achatadas, las composiciones audaces que rompen con la perspectiva occidental, todo eso testimonia una afinidad profunda con las tradiciones pictóricas asiáticas. Pero Hammond no es un imitador; absorbe esas influencias y las transforma al servicio de su visión personal.
Esta visión también está alimentada por la literatura. No se puede evitar pensar en el escritor J.G. Ballard al contemplar algunos cuadros de Hammond. En “El Bosque de cristal”, Ballard describe un mundo donde la naturaleza se cristaliza progresivamente, congelando el tiempo y el espacio en una inmovilidad fatal. “El proceso parecía haber tocado puntos nodales en el tiempo, el pasado y el futuro cristalizándose alrededor de ellos”, escribe [3]. Esta misma sensación de tiempo suspendido, de cristalización de un momento crítico, habita en los cuadros de Hammond. Sus aves parecen congeladas en la espera de una catástrofe que ya ha ocurrido.
El tiempo, en Hammond, no es lineal sino cíclico o, mejor aún, simultáneo. Pasado, presente y futuro coexisten en un mismo espacio pictórico. Las aves de “Traffic Cop Bay” (2003) habitan en un paisaje a la vez primordial y contemporáneo, como si las capas temporales se hubieran derrumbado. Esta concepción del tiempo recuerda lo que el escritor J.G. Ballard describía como “un presente eterno donde todas las acciones son simultáneas” [4]. En esta temporalidad paradójica, la distinción entre antes y después de la colonización, entre naturaleza virgen y naturaleza contaminada, se desvanece para dar lugar a una conciencia aguda de la fragilidad de todo equilibrio.
Lo que llama la atención en la obra de Hammond es también su capacidad para crear una resonancia emocional profunda sin recurrir al patetismo ni al moralismo fácil. No nos dice qué pensar, nos coloca frente a una visión y nos deja libres para reaccionar ante ella. Es precisamente esa ambigüedad la que constituye la fuerza de su trabajo. Sus cuadros son espejos que nos devuelven nuestra propia mirada, nuestro propio cuestionamiento sobre nuestro lugar en el mundo.
Hammond fue un artista profundamente neozelandés, arraigado en la historia y geografía específicas de su país. Pero su obra trasciende ese contexto particular para alcanzar una dimensión universal. Porque las preguntas que plantea, nuestra relación con la naturaleza, las consecuencias de la colonización, la pérdida de biodiversidad, la violencia de la “civilización”, afectan a toda la humanidad.
También fue, no lo olvidemos, músico, baterista. No es algo trivial. El ritmo, la cadencia, el síncopa están presentes en su pintura. Sus composiciones visuales tienen algo de musical en su equilibrio entre repetición y variación, entre tensión y resolución. La música, como la pintura, era para él una manera de expresar lo indecible, de dar forma a emociones y percepciones que escapan al lenguaje racional.
Pero Hammond no era un romántico ingenuo que soñaba con un regreso imposible a una naturaleza edénica. Su mirada era demasiado lúcida, demasiado aguda para eso. Sabía que vivimos en un mundo irremediablemente alterado por la acción humana. Sus cuadros no son llamados nostálgicos a un pasado idealizado, sino meditaciones sobre nuestra condición presente, sobre lo que significa ser humano en un mundo que hemos transformado hasta hacerlo irreconocible.
La dimensión ecológica de su obra se inscribe en lo que el filósofo Timothy Morton llama “ecología oscura” (dark ecology), un pensamiento ecológico que renuncia a las fantasías románticas para enfrentar la realidad inquietante de nuestro entrelazamiento con la naturaleza [5]. Hammond no nos ofrece soluciones fáciles, ni refugio en una naturaleza idealizada. Más bien nos muestra un mundo ambiguo, atormentado, donde naturaleza y cultura, humano y no humano, pasado y presente están inextricablemente mezclados.
Desde esta perspectiva, sus cuadros pueden verse como monumentos a la memoria de un mundo desaparecido, pero también como advertencias, señales de alarma. Nos recuerdan que otras formas de vida nos precedieron en esta tierra y probablemente nos sobrevivirán. El ser humano es solo un episodio en la historia del planeta, un episodio que quizás esté destinado a ser breve si persistimos en nuestra ceguera.
El genio de Hammond radica en haber sabido traducir estas consideraciones filosóficas y ecológicas en imágenes de un poder visual inolvidable. No teoriza, muestra. Y lo que nos muestra es a la vez magnífico y terrible, como la verdad que contiene.
Entonces sí, panda de snobs, Bill Hammond fue uno de los grandes pintores de nuestro tiempo, un visionario que supo crear una mitología personal para expresar la angustia y la belleza de nuestra época. Sus pájaros-hombres seguirán durante mucho tiempo observándonos con sus ojos impenetrables, testigos silenciosos de nuestro paso por la Tierra.
- Serres, Michel. “El contrato natural”. Éditions François Bourin, 1990.
- Lévi-Strauss, Claude. “El pensamiento salvaje”. Plon, 1962.
- Ballard, J.G. “El bosque de cristal”. Traducido por Michel Pagel, Denoël, 1967.
- Ballard, J.G. “El mundo sumergido”. Traducido por Michel Pagel, Denoël, 1964.
- Morton, Timothy. “Ecología oscura: Por una lógica de coexistencia futura”. Columbia University Press, 2016.
















