Escuchadme bien, panda de snobs: Matthew Lutz-Kinoy no es un artista ordinario, y esta evidencia se impone desde el primer contacto con su obra polimorfa. Nacido en 1984 en Nueva York, instalado entre París y Los Ángeles, este hombre orquesta una práctica que desafía cualquier intento de categorización perezosa. Su producción artística se despliega en una multiplicidad de medios, cerámica, pintura de gran formato, performance, danza y escultura, como tantos territorios que él recorre con una curiosidad insaciable y una erudición manifiesta. Pero sería un error monumental ver en esta diversidad técnica un simple oportunismo o una dispersión amateur. Al contrario, cada medio se convierte en Lutz-Kinoy en el vector de una reflexión profunda sobre la representación, la identidad, el placer corporal y la construcción narrativa. Su trabajo se nutre abundantemente de referencias históricas, atravesando sin complejos el rococó, el expresionismo abstracto, el orientalismo y las tradiciones artesanales brasileñas y japonesas, tejiendo así una red compleja donde pasado y presente dialogan en una tensión productiva.
Una de las claves para comprender la obra de Lutz-Kinoy reside en su relación íntima con la literatura japonesa clásica, más precisamente con el Genji Monogatari de Murasaki Shikibu, considerado como una de las primeras novelas de la historia literaria mundial. Escrita a principios del siglo once, esta obra monumental de la literatura japonesa relata las aventuras amorosas y la refinada vida del príncipe Genji en la corte imperial de Heian-kyo. Para Lutz-Kinoy esta obra literaria no es una simple fuente de inspiración superficial, sino que constituye verdaderamente una estructura narrativa que él reinvierte en su propia producción artística. En 2015, durante su exposición en São Paulo titulada Princess PomPom in the Villa of Falling Flowers, el artista utiliza explícitamente el relato de Murasaki como fundamento conceptual. En una entrevista con el crítico Tenzing Barshee, Lutz-Kinoy explica su enfoque: “Fue interesante usar El cuento de Genji como estructura. Porque adopta la forma de un relato preexistente del que no tienes que asumir la responsabilidad, existe fuera de ti y de tu propia formación del sentido. Por lo tanto, puedes usarlo como una estructura formal, lo que te permite trabajar con más libertad” [1]. Esta declaración revela una dimensión esencial de su práctica artística: el uso de relatos preexistentes como armazones que permiten una mayor libertad creativa. El Genji Monogatari, por lo tanto, no es solo un motivo decorativo o una referencia cultural elegante, sino un dispositivo estructural que autoriza a Lutz-Kinoy a explorar temáticas contemporáneas, especialmente las cuestiones de género, la transición corporal y el placer, a través del prisma de una narración milenaria. Esta estrategia le permite crear un espacio de proyección donde lo corporal y lo narrativo se encuentran sin que uno oprima al otro.
El interés de Lutz-Kinoy por la literatura japonesa no responde a un exotismo fácil ni a una apropiación cultural inconsciente. El artista establece puentes conceptuales entre los contextos culturales que atraviesa. En Brasil, observa la importante comunidad de origen japonés y siente una conexión entre su propio estatus de extranjero y esta compleja historia migratoria. Pero, más fundamentalmente, encuentra en el Genji un modelo para articular lo que él llama “la frivolidad corporal” que observa en São Paulo, especialmente en los espacios queer y durante la Gay Pride, con “el peso pesado de un relato social”. Los personajes del Genji, desgenerizados en su obra pictórica, se convierten en avatares contemporáneos que permiten explorar las zonas de fluidez identitaria y de deseo. Las pinturas de gran formato creadas para esta serie presentan figuras ambiguas, a menudo colocadas como fondos o biombo, invitando al espectador a penetrar la historia “a través de la textura y no a través del texto” [2], como destaca la documentación de la exposición en el Kim? Contemporary Art Centre. Este enfoque háptico, que privilegia el tacto y la materialidad sobre la lectura lineal, da cuenta de una comprensión sofisticada de cómo los relatos pueden encarnarse en el espacio tridimensional. Los pompones cosidos en los lienzos añaden una dimensión táctil y ornamental, creando lo que Lutz-Kinoy llama una “frivolidad más allá del plano pictórico” mientras mantiene “una atmósfera pesada”. Esta tensión entre ligereza decorativa y densidad narrativa caracteriza todo su enfoque del Genji, que moviliza no como un objeto de museo sino como una matriz viva para pensar el presente.
Más allá de esta dimensión literaria, la práctica de Matthew Lutz-Kinoy se ancla profundamente en el mundo de la danza y la performance. Esta orientación no es accesoria, sino que constituye verdaderamente el corazón de su enfoque artístico. Formado en teatro y coreografía, Lutz-Kinoy concibe el espacio expositivo como un lugar potencial de movimiento, un teatro en potencia donde los cuerpos, el del artista, los de los colaboradores, los de los espectadores, pueden desplegarse e interactuar. Sus performances adoptan formas variadas: producciones de danza de múltiples actos, cenas itinerantes, eventos programados dentro de sus exposiciones. Esta multiplicidad da cuenta de una concepción ampliada de la performance, que no se limita a la danza en sentido estricto, sino que abarca toda situación en la que el cuerpo se convierte en vector de significado y relación social. El historiador del arte entiende de inmediato que estamos ante un artista para quien la performance no es un medio entre otros, sino el principio organizador de toda su producción.
En 2013, Lutz-Kinoy presenta Fire Sale en los OUTPOST Studios de Norwich, una performance que cristaliza de manera ejemplar su enfoque de la danza como proceso de objetivación e indexación. El artista baila exhaustivamente alrededor de una caja en llamas hasta que esta se consume por completo, revelando una serie de relieves cerámicos figurativos extraídos de las cenizas. Esta performance constituye, según sus propias palabras, “un medley de [sus] performances de danza más populares” [3], creando así un índice de trabajos anteriores que se encuentra simultáneamente objetivado y transferido a objetos endurecidos. La obra cuestiona de forma incisiva la problemática inherente a la documentación de la performance, esa zona incómoda situada entre la ansiedad que precede a todo documento y la experiencia del trabajo en sí. Lutz-Kinoy rechaza la jerarquía tradicional que coloca la performance como evento primario y su documentación como rastro secundario. Al contrario, crea un dispositivo donde el gesto performativo produce directamente objetos que poseen su propia autonomía narrativa. Las cerámicas que emergen del fuego no son simples recuerdos de la danza, sino obras emancipadas que desarrollan su propia biografía.
Este enfoque encuentra una prolongación teórica en la colaboración del artista con Silmara Watari, ceramista brasileña que estudió la alfarería durante trece años en Japón. Juntos producen cerámicas cocidas en un horno anagama, proceso que integra literalmente el movimiento y el azar en la materia. La cocción dura aproximadamente cinco días, durante los cuales las cenizas de madera se depositan sobre las superficies cerámicas calentadas a unos 1250 grados Celsius, creando colores y texturas imprevisibles. Este proceso se convierte en sí mismo en una forma de performance donde el fuego “baila” a través del horno antropomorfo, como describe Tenzing Barshee: “La ceniza agitaba con un palo o una pala, ejecutando una especie de danza del fuego, crea una turbulencia a través de la cual las cenizas se adhieren a las cerámicas incandescentes. Los copos de ceniza cabalgan el aire caliente como pájaros o una mariposa” [4]. Esta imagen poética captura la esencia de la práctica de Lutz-Kinoy: el movimiento se inscribe en la materia, la danza se fosiliza sin perder su energía cinética. Las cerámicas se convierten así en archivos tridimensionales del gesto, testigos materiales de un proceso performativo que supera ampliamente la sola presencia del artista.
El cuerpo sigue siendo la figura más prominente en toda la obra de Lutz-Kinoy, ya sea por la representación directa o como escala de dimensión. Estos cuerpos suelen estar fragmentados, desmembrados, dispersos en el espacio expositivo, creando lo que podría compararse con una tumba antigua donde las diferentes partes, cerebro, pulmón y hígado, estarían conservadas en recipientes separados. Esta distribución corporal no tiene nada de macabra; más bien participa en una reflexión sobre la manera en que el cuerpo se proyecta en los objetos y recíprocamente. Los vasos cerámicos, construidos en relación con el cuerpo humano según las tradiciones ancestrales de la alfarería, se convierten en extensiones antropomórficas, prótesis narrativas que permiten pensar la encarnación de otro modo que como una totalidad orgánica. Este enfoque encuentra una resonancia particular en las observaciones del artista sobre los cuerpos en transición que encuentra durante la Gay Pride de São Paulo, esos cuerpos “con pechos pequeños que crecen”, esas tres millones de personas que constituyen “una ciudad entera”. Lutz-Kinoy no proyecta sus propias fantasías sobre estos cuerpos sino que reconoce en ellos un “espacio de potencial, un tipo diferente de relato” que informa directamente su comprensión de la figuración como espacio de proyección más que de metáfora.
La dimensión colaborativa de la práctica de Lutz-Kinoy merece también una atención particular porque no es simplemente anecdótica sino constitutiva de su método. El artista colabora regularmente con otros creadores, Tobias Madison para una producción teatral basada en la obra de Shuji Terayama, SOPHIE para la banda sonora de algunas performances, Natsuko Uchino para proyectos cerámicos y la planificación de comidas. Estas colaboraciones no son simples sumas de habilidades sino espacios de despliegue de saberes que enriquecen mutuamente las prácticas implicadas. Lutz-Kinoy se inscribe así en una línea de artistas para quienes la colaboración no es un compromiso sino una expansión de las posibilidades creativas. Este enfoque, profundamente influenciado por las historias de prácticas queer y colaborativas, reconoce que la creación artística nunca es puramente individual sino siempre el producto de redes de influencias, aprendizajes e intercambios. Las cerámicas producidas con Watari, por ejemplo, llevan la marca de trece años de estudios japoneses de la ceramista, de la historia de la inmigración japonesa en Brasil, de las técnicas ancestrales del horno anagama, pero también de la visión de Lutz-Kinoy sobre lo que él llama “la fantasía social que rodea la artesanía”. Esta última expresión es reveladora: al artista no le interesa tanto la técnica pura de fabricación como las narrativas y deseos que se agregan alrededor de los objetos artesanales, su capacidad para vehicular imaginarios colectivos.
Las pinturas de gran formato de Lutz-Kinoy, a menudo instaladas como telones de fondo, tapices o techos suspendidos, crean ambientes inmersivos que desafían la frontalidad tradicional de la pintura. Estas obras no piden ser contempladas a distancia sino que invitan físicamente al espectador a habitar su espacio. Reclaman abiertamente, según las palabras del propio artista, “el placer, el color, la intimidad, el movimiento” como cuestiones centrales. Esta reivindicación no es inocente en el contexto del arte contemporáneo, donde el placer visual ha sido durante mucho tiempo sospechoso, asociado a una supuesta superficialidad o complacencia decorativa. Lutz-Kinoy asume plenamente esta dimensión hedonista de su trabajo pictórico, rechazando la jerarquía implícita que valoraría la austeridad conceptual en detrimento del disfrute sensorial. Sus lienzos abrazan la sofisticación refinada del siglo XVIII mientras integran elementos del expresionismo abstracto y las influencias orientalistas, creando así superposiciones visuales complejas donde las capas históricas coexisten sin jerarquía temporal.
Lo que llama la atención en toda la producción de Matthew Lutz-Kinoy es la manera en que cada medio alimenta a los otros en un sistema de vasos comunicantes. Las performances informan las cerámicas, que informan las pinturas, que informan nuevamente las performances, creando un ecosistema creativo donde ningún medio domina. Esta horizontalidad en el enfoque de las distintas técnicas testimonia una comprensión madura de la creación artística como proceso en lugar de como producción de objetos aislados. El artista se sitúa a sí mismo en el centro de esta práctica, no como demiurgo autoritario sino como director de un conjunto de posibilidades, capaz simultáneamente de dirigir y socavar su propio papel en la producción de la obra. Esta auto-reflexividad, esta aguda conciencia de su propia posicionamiento como artista, impide toda lectura ingenua o complaciente de su trabajo.
La obra de Lutz-Kinoy interroga también de manera implícita pero constante las estructuras internas y externas que organizan el arte, lo social y el yo. Al atravesar la historia de la representación desde el rococó hasta el expresionismo abstracto, combinando la alta y baja cultura, la tradición artesanal y las prácticas contemporáneas, pone de relieve lo arbitrario de estas categorizaciones. Sus exposiciones se realizan como espacios escultóricos donde las diferentes formas físicas y los distintos medios, cerámicas, pinturas, dibujos, interactúan para crear una espacialidad específica. Los dibujos en forma de rollo actúan como dispositivos narrativos en lugar del lenguaje, explicando esquemáticamente la estructura de la exposición sin recurrir a la textualidad convencional. Este enfoque reconoce que el significado se construye tanto por la organización espacial de las obras como por su contenido intrínseco.
Parece que Matthew Lutz-Kinoy desarrolla una práctica artística de una coherencia conceptual rara a pesar de, o más bien gracias a, su diversidad formal. Su obra construye pacientemente un territorio donde el movimiento y la estasis, el relato y la materia, el pasado y el presente, Oriente y Occidente, el placer y lo político coexisten sin neutralizarse mutuamente. Al movilizar la literatura japonesa clásica como estructura narrativa y la danza como principio organizador, el artista propone una alternativa a los discursos dominantes del arte contemporáneo, a menudo prisioneros de un presentismo amnésico o de una fascinación tecnológica superficial. Lutz-Kinoy nos recuerda que las cuestiones más urgentes del presente, identidad, género, deseo y pertenencia, pueden articularse a través de formas heredadas del pasado, siempre que se reactiven con inteligencia y sensibilidad. Su trabajo constituye una demostración elocuente de que la erudición no es incompatible con la sensualidad, que la rigurosidad conceptual puede coexistir con la generosidad visual, y que el arte contemporáneo aún puede sorprender al rechazar las facilidades del cinismo o de la ironía fácil. En un mundo saturado de imágenes instantáneas y gestos convencionales, Lutz-Kinoy construye lento, paciente, un universo donde cada elemento cuenta y donde la belleza nunca es gratuita sino siempre portadora de significados múltiples. Su obra nos invita a ralentizar, a mirar más atentamente, a tocar en vez de simplemente ver, a bailar en vez de permanecer inmóviles. Y en esta invitación radica tal vez su contribución más valiosa al arte de nuestro tiempo.
- Matthew Lutz-Kinoy, entrevista con Tenzing Barshee, “Social Fantasy”, Mousse Magazine, n.º 56, 2017.
- Documentación de la exposición “Matthew Lutz-Kinoy: Princess pompom in the villa of falling flowers”.
- Tenzing Barshee, “Fire Sale”, texto de la exposición, Mendes Wood DM, São Paulo.
- Ibid.
















