Escuchadme bien, panda de snobs, dejadme hablaros de Mohammed Sami, ese artista que pinta los fantasmas del pasado con una delicadeza y una violencia que os harán temblar hasta los huesos. Nacido en Bagdad en 1984, atravesó el infierno de las guerras del Golfo antes de exiliarse en Suecia en 2007, para luego establecerse en Londres, donde vive y trabaja hoy. Pero no esperéis la enésima historia lacrimógena de un artista exiliado. Lo que hace potente a Sami es precisamente su capacidad para trascender el relato autobiográfico y alcanzar una dimensión universal que nos atraviesa a todos.
En sus pinturas monumentales, ni una sola figura humana en el horizonte. Y sin embargo, ¡qué presencia! Los ausentes nunca han estado tan presentes como en estos interiores vacíos, estos paisajes urbanos desiertos, estos objetos cotidianos que parecen vibrar con una inquietante extrañeza. Tomad “The Praying Room” (2021), donde la sombra de una planta de interior se transforma en una araña amenazante en la pared. Ahí reside todo el genio de Sami: en su capacidad para hacer surgir el terror de lo banal, para revelar la violencia escondida en los rincones más anodinos de nuestro día a día.
Esta dialéctica entre presencia y ausencia nos lleva directamente al concepto de “espectralidad” desarrollado por Jacques Derrida. Para el filósofo francés, el espectro no es ni presente ni ausente, ni muerto ni vivo, sino que habita un espacio intermedio que desestabiliza nuestras categorías de pensamiento. Las pinturas de Sami encarnan perfectamente esta “hantología” derridiana: cada cuadro está habitado por presencias invisibles, traumas que no dejan de volver, como esos retratos oficiales con rostros ennegrecidos que pueblan sus interiores.
Mira atentamente “Meditation Room”: un retrato militar colgado en la pared, el rostro oscurecido por una gruesa capa de pintura negra brillante. Esta sustancia luminosa resalta la silueta sobre la superficie mate del lienzo, reforzando paradójicamente su presencia material. El retrato parece indestructible, mientras que la habitación a su alrededor se desmorona. La imagen sobrevive en un espacio hostil a toda presencia viva. La arquitectura parece romperse bajo el peso de la ideología; la realidad muere bajo el asalto de las imágenes.
La materia pictórica misma se convierte en el teatro de una lucha entre revelación y ocultamiento. Las superficies de sus lienzos están trabajadas como campos de batalla, rayadas, superpuestas, borradas y luego repintadas. En “One Thousand and One Nights” (2022), el cielo nocturno salpicado de explosiones podría casi pasar por fuegos artificiales si no fuera por ese verde tóxico que nos recuerda las imágenes de la guerra del Golfo en visión nocturna. Sami juega constantemente con esta ambigüedad, obligándonos a mirar más allá de las apariencias.
Este enfoque nos lleva al segundo concepto filosófico fundamental para entender su obra: la fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty. Para el filósofo francés, nuestra percepción del mundo nunca es neutral sino siempre cargada de sentido, memoria y afecto. Las pinturas de Sami ilustran perfectamente esta idea: una simple alfombra enrollada puede evocar un cuerpo envuelto (“Study of Guts”, 2022), una fila de sillas vacías se convierte en un cementerio (“The Parliament Room”, 2022).
La fenomenología merleau-pontiana nos enseña que lo visible nunca está separado de lo invisible, que toda percepción está tejida de ausencias significativas. Eso es exactamente lo que hace Sami en sus pinturas: hace visible lo invisible, da forma a la ausencia. En “Weeping Walls III” (2022), la huella pálida que deja en el papel tapiz un marco desaparecido se convierte en una metáfora conmovedora de la memoria misma. Ese rectángulo más claro que el resto de la pared cuenta la historia de una ausencia, de un vacío que paradójicamente hace visible lo que ya no está.
Este enfoque fenomenológico también se manifiesta en su tratamiento del espacio. Las perspectivas suelen estar perturbadas, los planos chocan entre sí, creando espacios imposibles que evocan las distorsiones de la memoria traumática. En “The Point 0”, la pintura que da título a su exposición en el Camden Art Centre, la escotilla del avión se convierte en una ventana al vacío, un punto cero que no es ni un principio ni un fin. El paisaje sugerido por un degradado de ocre se revela en toda su planitud, traicionando la simplicidad y la solidez de la pintura.
En la paleta cromática de Sami, esos verdes cadavéricos, esos rojos de sangre coagulada, esos grises cenicientos no se eligen al azar. Contribuyen a esa atmósfera de malestar difuso que impregna toda su obra. Incluso los colores aparentemente más neutrales están cargados de una tensión subyacente, como si estuvieran a punto de deslizarse hacia algo más oscuro.
Tome “The Grinder” (2023), expuesto en Blenheim Palace. A primera vista, podría parecer una escena banal: una mesa redonda rodeada de cuatro sillas, vista desde arriba. La alfombra tiene el color de la carne húmeda, pálida, anémica, moteada de gris y marrón. Las sillas son doradas, con respaldos adornados con un emblema barroco, asientos para personas a quienes les gusta sentirse importantes. Pero la sombra proyectada en el centro podría ser la de un ventilador de techo… o las palas de un helicóptero. En el universo de las pesadillas simbólicas de Sami, esas cuchillas podrían pertenecer tanto a un helicóptero como a una batidora de cocina.
Lo que resulta particularmente interesante en su trabajo es su forma de jugar con las escalas. En “Refugee Camp” (2021), el edificio iluminado está situado en la parte superior del lienzo, diminuto frente al inmenso acantilado que ocupa tres cuartas partes de la imagen. Esta desproporción no es solo una cuestión de composición: visualmente traduce una relación de fuerzas, una forma de opresión social y política.
El artista también destaca por su manera de tratar la luz. Nunca es una luz natural y tranquilizadora, sino una iluminación artificial e inquietante que parece emanar de los propios objetos. En “Electric Issues” (2022), los cables eléctricos proyectan sombras que parecen arañas gigantes. La luz, tradicionalmente asociada a la revelación, se convierte en Sami en un instrumento de distorsión y preocupación.
En estas obras existe una tensión permanente entre el deseo de decir y la necesidad de callar, entre la voluntad de mostrar y la imposibilidad de representar directamente. Esta tensión es especialmente palpable en sus pinturas de interiores, donde los objetos cotidianos parecen cargados de una amenaza latente. Una simple escoba apoyada contra la pared puede evocar el cañón de un fusil, una alfombra enrollada puede sugerir un cuerpo envuelto.
En su reciente exposición en el Blenheim Palace, “After the Storm”, Sami dialoga con la historia del lugar de manera sutil y subversiva. Su “Immortality” (2024), retrato en negativo de Winston Churchill, es una reflexión poderosa sobre cómo las figuras históricas se convierten en pantallas de proyección para nuestras propias fantasías e ideologías. Al ennegrecer el rostro de Churchill conservando su postura inmediatamente reconocible, basada en la famosa fotografía de Yousuf Karsh, Sami cuestiona nuestra relación con los iconos históricos y la memoria colectiva.
“Chandelier” (2024), colgado en la Red Drawing Room, hace referencia a la guerra con su imagen trompe-l’oeil de una lámpara de araña que evoca un dron. El fondo de aglomerado recuerda los edificios abandonados, mientras Sami incluye la fecha de marzo de 2003, el inicio de la invasión estadounidense de Irak. Es una inserción sutil pero devastadora de la historia reciente en este palacio dedicado a las victorias militares británicas.
En “The Statues” (2024) se representan varios objetos envueltos en rollos de tela, planteando preguntas sobre lo que se esconde bajo el material. El título sugiere que se trata de monumentos públicos posiblemente retirados de su pedestal. Pero, como Sami mismo ha sugerido, bien podrían ser cuerpos yacentes en los ríos de Mesopotamia. Esta ambigüedad deliberada es característica de su enfoque.
“The Eastern Gate” (2023), un amplio panorama expuesto en el Saloon, muestra Bagdad bañada por una luz naranja con una mezquita recortada en el horizonte. La presencia de esta obra en este lugar cargado de historia militar británica crea un diálogo fascinante entre diferentes perspectivas sobre el conflicto y el imperio.
Los críticos a menudo tienden a reducir la obra de Sami a su historia personal, viendo en ella solo una respuesta a su experiencia de la guerra y el exilio. Esto es hacer un flaco favor a la complejidad y la universalidad de su obra. Por supuesto, estas experiencias informan su trabajo, pero no lo agotan. Lo que hace fuerte su pintura es precisamente su capacidad para trascender lo particular y alcanzar lo universal.
El arte de Sami es profundamente político, pero no en el sentido habitual. No denuncia, no toma partido, no busca convencernos. Hace algo más sutil y quizás más eficaz: nos hace dudar de nuestras certezas perceptivas, sacude nuestras categorías de pensamiento. En esto, su trabajo se une al pensamiento de Jacques Rancière sobre el “partaje de lo sensible”: el arte político más poderoso es aquel que modifica nuestra forma de ver y pensar, en lugar de aquel que transmite un mensaje explícito.
La temporalidad en las obras de Sami es compleja, estratificada. El pasado nunca está realmente pasado; continúa informando el presente, lo sigue habitando. Esta concepción del tiempo resuena con el pensamiento de Walter Benjamin sobre la historia: las catástrofes del pasado no son eventos cerrados, sino que continúan actuando en el presente. Esto es particularmente visible en obras como “23 Years of Night” (2022), donde el tiempo parece suspendido en un presente perpetuo.
En esta obra, paneles de aglomerado bloquean una ventana, pero las cortinas de tul están bordadas con estrellas delicadas, atenuando la desolación. Este detalle evoca la vida de Sami creciendo con ventanas tapiadas contra las bombas, y sin embargo, incluso en esta oscuridad forzada, la belleza encuentra una manera de persistir.
Lo que hace el trabajo de Sami tan relevante hoy es que habla de un trauma colectivo sin caer en lo espectacular o sensacionalista. En una época en la que estamos bombardeados con imágenes de violencia, él elige mostrar la ausencia en lugar de la presencia, el vacío en lugar del lleno. Este enfoque resuena especialmente con nuestra época saturada de imágenes.
Su técnica es tan notable como su enfoque conceptual. Las superficies de sus lienzos están trabajadas con una maestría excepcional, creando texturas que cuentan su propia historia. En “Ashfall”, las partículas negras y blancas que caen sobre los edificios de la ciudad crean una atmósfera de desolación postapocalíptica. La propia materia pictórica parece haber sido sometida a un trauma, como si la pintura portara las cicatrices de la historia que narra.
Las influencias de Sami son diversas y profundas. Se puede pensar en Luc Tuymans, quien le aconsejó una vez “pintar el sonido de la bala, no la bala misma”. Pero Sami va más allá: en él, la distinción entre el objeto y su representación se vuelve inestable. Las imágenes, las sombras y los reflejos aparecen más poderosos que las cosas físicas que las preceden.
Su uso de la metonimia y el eufemismo como estrategias pictóricas no es una simple elección estilística. Estas técnicas, aprendidas bajo el régimen de Saddam Hussein donde la verdad sólo podía expresarse de manera indirecta, se han convertido en herramientas poderosas en su lenguaje artístico. La restricción inicial se transformó en libertad creativa.
En obras como “Ten Siblings” (2021), donde una pila de colchones con patrones variados llena el lienzo como una abstracción, Sami transforma objetos ordinarios en metáforas poderosas. Estos colchones superpuestos, con sus rayas, acolchados y motivos florales marchitos, cuentan una historia de vida colectiva, de promiscuidad, quizás de refugio.
La forma en que Sami trata el espacio arquitectónico también es significativa. En “Slaughtered Sun”, el cielo naranja quemado proyecta un brillo sobrenatural sobre campos de trigo arados por profundas surcas violetas, tal vez huellas de tractor, pero los charcos de sangre en primer plano sugieren una violencia latente. Esta transformación del paisaje pastoral en una escena de violencia potencial es característica de su enfoque.
Entonces sí, podemos hablar de obra maestra cuando vemos una exposición como “The Point 0” o “After the Storm”. No porque estas obras sean técnicamente perfectas, aunque a menudo lo son, sino porque logran crear un nuevo lenguaje pictórico para hablar de lo indecible. Sami no pinta la violencia, pinta sus ecos, sus reverberaciones en nuestra cotidianeidad más banal.
En un mundo donde el arte contemporáneo a menudo se pierde en gestos conceptuales carentes de sentido o en un activismo de fachada, el trabajo de Mohammed Sami nos recuerda que la gran pintura aún tiene algo que decirnos. Algo esencial sobre nuestra manera de habitar el mundo, de vivir con nuestros fantasmas, de enfrentar la historia.
Su última obra en la Fondazione Sandretto Re Rebaudengo, “Upside Down World” (2024), ilustra perfectamente esta capacidad de trascender lo particular para alcanzar lo universal. En esta escena urbana bañada por una neblina amarilla tóxica, los edificios modernistas parecen flotar en un entremedio inquietante. En primer plano, lo que podría pasar por flores silvestres resulta ser escombros plásticos enganchados a la vegetación. Es una imagen de nuestra época, donde la belleza y la desolación están inextricablemente mezcladas.
En “Emotional Pond” (2023), Sami nos obliga a mirar hacia abajo, hacia una pequeña abertura roja en un lienzo por lo demás negro como la tinta. Lo que inicialmente parece un charco en el barro resulta ser un reflejo invertido de una arquitectura lejana. Es una metáfora poderosa de cómo funciona la memoria: a veces, es en los detalles más pequeños, los más insignificantes, donde de repente surge todo un mundo hundido.
Por eso su trabajo es tan importante. No porque nos cuente una historia personal, sino porque nos permite ver nuestro propio mundo de manera diferente. Cada cuadro es una invitación a mirar más allá de las apariencias, a ver los espectros que acechan nuestra cotidianeidad. ¿No es esa la misión más alta del arte?
La relevancia de Sami para nuestra época no hace más que crecer. En un mundo donde los conflictos se multiplican, donde los desplazamientos de población alcanzan niveles sin precedentes, su arte nos ofrece un lenguaje visual para pensar esas realidades. No mostrándolas directamente, sino revelando cómo persisten en los objetos más ordinarios, los espacios más cotidianos.
Su arte nos recuerda que la verdad no siempre reside en lo que se muestra, sino a menudo en lo que se sugiere, en los intersticios entre lo visible y lo invisible. Es un arte que nos enseña a ver de otra manera, a estar atentos a las señales, a las huellas, a las ausencias significativas que constituyen nuestra realidad.
















