Escuchadme bien, panda de snobs. Pablo Atchugarry no es un escultor ordinario. Este tallador de mármol uruguayo ha hecho lo que miles de artistas contemporáneos ni siquiera se atreven a imaginar: ha mirado directamente a los ojos la historia monumental de la escultura occidental, sin pestañear, y ha decidido inscribirse en esa línea con una audacia tranquila que muchos tomarían por locura.
Con sus formas esbeltas que parecen estirarse indefinidamente hacia el cielo, Atchugarry nos ofrece un arte que trasciende la oposición fácil entre tradición y modernidad. Sus esculturas no son simples reinterpretaciones del pasado, ni intentos desesperados de innovar a toda costa. No, existen en un espacio-tiempo propio, como si siempre ya estuvieran ahí, esperando pacientemente ser liberadas de su prisión de mármol.
Nacido en 1954 en Montevideo, Atchugarry descubrió su vocación de escultor tras haberse interesado primero por la pintura. Pero fue en 1979, durante una visita a Carrara en Italia, cuando sintió la llamada irresistible del mármol. Su primera escultura en mármol de Carrara, titulada “La Luz”, marca el comienzo de una relación apasionada con este material que se convertiría en su sello. Como él mismo confesó: “Sentí que el mármol podía ser un buen vector de luz” [1]. Esta revelación transformó su práctica artística, llevándolo a instalarse definitivamente en Italia en 1982.
Lo que me impresiona del trabajo de Atchugarry es la manera en que hace bailar el mármol, haciéndolo casi líquido. Sus columnas sinuosas, llenas de pliegues y aperturas, desafían las leyes de la física. ¿Cómo diablos logra dar esta impresión de ligereza a un material que pesa toneladas? Es como si la piedra respirara. Y no me vengas a decir que es simplemente “bonito” o “elegante”, esos calificativos son demasiado débiles. Es una verdadera alquimia visual.
Pero no os equivoquéis: tras esta aparente fluidez se esconde un trabajo titánico, una lucha encarnizada con la materia. Cada pliegue, cada curva es el resultado de un diálogo paciente entre el artista y el bloque de piedra. Como decía Bachelard: “La materia es el espejo energético de nuestra energía” [2]. Es precisamente esa energía la que irradia de las esculturas de Atchugarry. Se siente casi físicamente el esfuerzo, la resistencia, y luego la rendición progresiva de la piedra frente a la voluntad del escultor.
La filosofía fenomenológica nos ofrece una clave de interpretación particularmente pertinente para comprender la obra de Atchugarry. Edmund Husserl consideraba que nuestra experiencia del mundo está fundamentalmente ligada a nuestra percepción corporal del espacio. Sus esculturas invitan justamente a una experiencia total, donde el cuerpo del espectador entra en resonancia con las formas que contempla. No hay un punto de vista ideal para observar una obra de Atchugarry, hay que rodearla, desplazarse, acercarse, alejarse. Es una coreografía silenciosa que nos impone el artista.
Husserl escribía que “percibir es dar sentido” [3]. Frente a las obras monumentales de Atchugarry, somos invitados a construir activamente nuestra percepción, a crear significado a partir de estas formas abstractas que, sin embargo, evocan tantas cosas: figuras humanas, plantas buscando la luz, olas congeladas en su movimiento. Esta ambigüedad interpretativa no es un defecto, sino la fuerza de su trabajo. La abstracción en Atchugarry no es frialdad conceptual, sino apertura poética.
Siempre he pensado que la fenomenología husserliana es como una escultura invisible que intenta captar los contornos de nuestra experiencia vivida. Husserl buscaba “poner entre paréntesis” nuestros prejuicios para volver “a las cosas mismas”. ¿Acaso no es exactamente lo que hace Atchugarry cuando extrae sus formas del bloque de mármol bruto? Pone entre paréntesis el accidente, lo superfluo, para revelar una esencia formal que parece haber estado siempre ahí, oculta en la piedra.
La verticalidad obsesiva de las esculturas de Atchugarry también puede entenderse a través del prisma husserliano. Esta orientación no es arbitraria: corresponde a nuestra propia experiencia corporal del espacio, donde la distinción arriba/abajo estructura fundamentalmente nuestra percepción. Como señalaba Husserl, nuestro cuerpo propio es “punto cero” de toda orientación espacial. Las esculturas de Atchugarry, en su ímpetu vertical, nos remiten a nuestra propia posición de pie, a esa lucha diaria contra la gravedad que define la experiencia humana.
Esta verticalidad también está cargada de una dimensión simbólica evidente. El propio Atchugarry lo admite: “En mi trabajo, siempre hay una fuerte verticalidad, como la montaña tiene una verticalidad” [4]. Sus esculturas son “los hijos de la montaña”, como le gusta decir. Esta metáfora no es casual. Sugiere una filiación, una transmisión generacional entre la materia bruta y la obra acabada. El artista no crea de la nada, revela, da a luz, permite que la piedra se convierta en lo que estaba destinada a ser.
La arquitectura es otro prisma interesante para comprender la obra de Atchugarry. Sus esculturas monumentales dialogan naturalmente con el espacio arquitectónico, como lo demostró magníficamente su exposición en los Mercados de Trajano en Roma en 2015. Titulada “Ciudad Eterna, Mármoles Eternos”, esta exposición creaba un puente temporal impresionante entre las columnas antiguas y las esculturas contemporáneas. Un crítico señaló que sus obras parecían “casi nacidas para estar ahí” [5]. Esta capacidad de integrarse armoniosamente en contextos arquitectónicos milenarios no es común en todos los artistas contemporáneos.
La arquitectura gótica, con su impulso vertical y su búsqueda de ligereza, ofrece un paralelo interesante con el trabajo de Atchugarry. Las catedrales góticas buscaban trascender el peso de la piedra para crear una impresión de elevación espiritual. ¿No es exactamente lo que hace Atchugarry con sus columnas de mármol? En su trabajo existe esa misma tensión entre la materialidad bruta y la aspiración a la trascendencia.
Victor Hugo, en “Nuestra Señora de París”, escribía que “la arquitectura es el gran libro de la humanidad” [6]. Si seguimos esta metáfora, las esculturas de Atchugarry serían como signos de puntuación en ese gran libro, momentos de suspensión, de interrogación, que vienen a rythmar nuestra lectura del espacio. No son intrusas en el entorno arquitectónico, sino presencias que intensifican nuestra percepción de los lugares.
La arquitectura contemporánea tiene mucho que aprender de Atchugarry. En una época en que tantos edificios parecen diseñados únicamente para impresionar por su audacia formal, sus esculturas nos recuerdan que la verdadera innovación no consiste en hacer tabla rasa del pasado, sino en entablar un diálogo con él. Como mostró su exposición en los Foros Imperiales, es posible ser decididamente contemporáneo y al mismo tiempo inscribirse en una continuidad histórica.
Los grandes arquitectos siempre lo han entendido. Le Corbusier, a pesar de su retórica revolucionaria, nunca dejó de estudiar la arquitectura clásica. Mies van der Rohe se inspiraba en los templos griegos. Zaha Hadid, bajo sus formas futuristas, ocultaba un profundo conocimiento de la historia arquitectónica. Atchugarry pertenece a esa línea de creadores que saben que la verdadera innovación no es amnésica.
Su práctica escultórica también resuena con los principios fundamentales de la arquitectura. El juego entre lo lleno y lo vacío, el equilibrio de masas, la modulación de la luz, todos elementos que se encuentran en sus obras. Como un arquitecto, Atchugarry piensa el espacio no como un volumen para llenar, sino como una entidad dinámica que hay que activar.
La instalación del Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry (MACA) en Punta del Este, Uruguay, ilustra perfectamente esta sensibilidad arquitectónica. Diseñado por el arquitecto Carlos Ott, este museo de 7.000 metros cuadrados se integra armoniosamente en un paisaje natural que también acoge un parque de esculturas. Atchugarry declaró: “La naturaleza está muy presente en este espacio” [7]. Esta atención al diálogo entre arte, arquitectura y naturaleza define su visión.
Más que un simple lugar de exposición, el MACA representa la ambición de Atchugarry de crear un puente entre el arte uruguayo y la escena contemporánea internacional. Es un gesto arquitectónico que trasciende la simple función museística para convertirse en un verdadero manifiesto cultural. “El museo será parte del legado que dejo a Punta del Este, a Uruguay y a la humanidad”, afirmó [7].
Esta profunda conciencia de la transmisión, de la herencia, atraviesa toda la obra de Atchugarry. Cuando habla de sus esculturas como “niños de la montaña que luego viajan por el mundo” [4], evoca una filiación que trasciende su propia persona. Estas creaciones tienen una vida autónoma que continuará mucho después de él. Hay algo profundamente humilde en esta concepción.
A diferencia de tantos artistas contemporáneos obsesionados con la afirmación de su ego creador, Atchugarry se ve a sí mismo como un mediador, un transmisor entre la materia bruta y la forma acabada. Sigue en esto una concepción casi michelangelesca de la escultura como revelación más que como invención. “La escultura ya está en la piedra, yo sólo quito lo que sobra”, decía Miguel Ángel. Atchugarry se inscribe en esta línea.
Esta relación particular con la materia y el tiempo acerca a Atchugarry a una cierta forma de espiritualidad laica. Cuando afirma que el sonido del mármol es “el sonido de la eternidad” [8], expresa una profunda intuición: la piedra, en su duración milenaria, trasciende nuestra temporalidad humana. Trabajar el mármol es entrar en diálogo con un material que existe desde el amanecer de los tiempos geológicos.
En un mundo obsesionado con lo efímero, con la novedad a cualquier precio, Atchugarry nos ofrece una lección de paciencia y humildad. Sus esculturas no gritan para llamar la atención, se imponen por su presencia silenciosa, por su capacidad de transformar el espacio que las rodea. Nos recuerdan que el arte verdadero no está en la ruptura ostentosa, sino en la continuidad reinventada.
Entonces, sí, panda de snobs, Atchugarry es un escultor contemporáneo que trabaja el mármol como se hacía hace cinco siglos. ¿Y qué? ¿Es realmente un problema? ¿O es más bien una prueba de coraje, una forma de resistir a la tiranía de la moda y del “siempre nuevo”? En un mundo del arte contemporáneo a menudo cínico y autorreferencial, su sinceridad desconcertante es como una bocanada de aire fresco.
No es casualidad que sus obras encuentren naturalmente su lugar en espacios tan diversos como el Village Royal en París, el Palazzo Reale en Milán, los Foros Imperiales en Roma o la Ciudad de las Artes y las Ciencias en Valencia. Poseen esa rara cualidad de poder dialogar con contextos arquitectónicos y culturales variados sin perder nunca su propia identidad.
Soy consciente de que algunos de vosotros, habituados a las piruetas conceptuales del arte contemporáneo, podrían encontrar el trabajo de Atchugarry demasiado “clásico”, demasiado “hermoso”. Pero ¿no es precisamente este el signo de nuestro agotamiento cultural, considerar la belleza con sospecha? ¿No hemos perdido algo esencial al rechazar sistemáticamente todo aquello que no provoca, no choca, no desestabiliza?
Lo que me gusta de Atchugarry es su tranquila negativa a las dicotomías fáciles: tradición contra modernidad, figuración contra abstracción, materialidad contra espiritualidad. Sus esculturas existen en un espacio intermedio donde estas oposiciones se disuelven. Son a la vez arcaicas y futuristas, sensuales y espirituales, monumentales e íntimas. Atchugarry nos recuerda una verdad simple pero esencial: el arte auténtico nace de un diálogo paciente con la materia, de una búsqueda obstinada de la forma justa, de una voluntad de trascender los límites del tiempo presente para tocar algo eterno.
Quizás ese sea, finalmente, el secreto de Atchugarry: su capacidad para hacernos escuchar, a través de sus esculturas de mármol, “el sonido de la eternidad”. Y es un sonido que necesitamos desesperadamente escuchar en el estruendoso ruido de nuestra época.
- Entrevista a Pablo Atchugarry por Sarah Cascone, “Pablo Atchugarry, maestro moderno del mármol de Carrara, encaja perfectamente entre las ruinas romanas”, Artnet News, 4 de agosto de 2015.
- Gaston Bachelard, “El agua y los sueños”, José Corti, París, 1942.
- Edmund Husserl, “Ideas directrices para una fenomenología”, Gallimard, París, 1950.
- Entrevista a Pablo Atchugarry por Giulia Ricciotti, “Pablo Atchugarry: El sonido de la eternidad”, Regia Mag, 2022.
- Sarah Cascone, “Pablo Atchugarry, maestro moderno del mármol de Carrara, encaja perfectamente entre las ruinas romanas”, Artnet News, 4 de agosto de 2015.
- Victor Hugo, “Nuestra Señora de París”, Libro V, Capítulo 2, “Esto matará aquello”.
- Gabriella Angeleti, “Poniendo a Uruguay en el mapa del arte: el escultor Pablo Atchugarry está construyendo un museo de clase mundial en su país natal”, The Art Newspaper, 31 de agosto de 2021.
- Entrevista a Pablo Atchugarry por Giulia Ricciotti, “Pablo Atchugarry: El sonido de la eternidad”, Regia Mag, 2022.
















