Escuchadme bien, panda de snobs, ya es hora de hablar de Wilhelm Sasnal, nacido en 1972 en Tarnów, Polonia, ese artista que nos mantiene en vilo desde hace más de veinte años con sus obras que oscilan constantemente entre lo sublime y lo banal, entre la gran Historia y lo más trivial de la vida cotidiana. No es un simple pintor que reproduce mecánicamente imágenes recopiladas aquí y allá. No, Sasnal es un observador meticuloso de nuestra época, un archivista visual obsesivo que diseca nuestra relación con las imágenes con una precisión quirúrgica.
Lo primero que llama la atención en su obra es esta forma única que tiene de transformar imágenes aparentemente banales en verdaderos manifiestos visuales. Tome por ejemplo sus series sobre las iglesias polacas pintadas al revés, como “Kirche” (2001). Estos cuadros no son simples ejercicios formales, encarnan perfectamente lo que Friedrich Nietzsche llamaba “el volteo de los valores”. En una Polonia poscomunista donde la Iglesia católica continúa ejerciendo una influencia considerable en la vida cotidiana, Sasnal nos obliga a mirar estos símbolos religiosos desde un ángulo literalmente invertido. Estas iglesias volteadas se convierten en metáforas poderosas de nuestra relación ambigua con lo sagrado en un mundo desacralizado. Y no piensen ni por un momento que sea gratuito o provocador, cada pincelada está calculada para hacernos reflexionar sobre nuestra compleja relación con las instituciones religiosas y su poder simbólico.
Pero esperen, eso es solo la punta del iceberg. Lo que hace que la obra de Sasnal sea verdaderamente interesante es su capacidad para entrelazar la historia personal y colectiva. No pinta la Historia con H mayúscula de manera didáctica o moralista. No, la hace surgir en los detalles más anodinos, como en sus cuadros inspirados en el cómic “Maus” de Art Spiegelman. En 2001, cuando se apropia de estas imágenes, no es para dar una representación más del Holocausto, sino para interrogar la manera en que esa tragedia sigue acechando nuestro presente. Walter Benjamin hablaba de “la historia al revés”, eso es exactamente lo que hace Sasnal: raspa la superficie lisa de nuestro presente para revelar las cicatrices del pasado que persisten bajo nuestra conciencia colectiva. Estas obras no son simples citas o apropiaciones, son actos de resistencia contra el olvido, contra la tentación de pasar página demasiado rápido sobre los capítulos oscuros de nuestra historia.
La técnica pictórica de Sasnal es tan reveladora como sus temas. Maneja la pintura como un DJ mezcla sus samples: a veces con una precisión fotográfica clínica, a veces con gestos expresionistas desbocados. Este enfoque no es sino un recordatorio de lo que Roland Barthes llamaba “el placer del texto”, salvo que aquí en juego está el placer de la imagen. Sasnal juega constantemente con nuestras expectativas visuales, creando cuadros que parecen familiares a primera vista pero que se revelan extrañamente inquietantes a medida que los contemplamos. Su paleta cromática, a menudo restringida, no es una elección estética superficial sino una decisión conceptual profunda. Los grises, marrones y negros que dominan sus lienzos no están para embellecer, sino para recordarnos la materialidad misma de la pintura, su capacidad para transformar la realidad en algo más ambiguo, más perturbador.
Y hablemos de esa ambigüedad. Tome sus retratos políticos, como el de Marine Le Pen (2012) o Angela Merkel (2016). No son simples representaciones de figuras públicas, sino estudios psicológicos profundos sobre el poder y su imagen mediática. Sasnal las pinta como espectros, apariciones fantasmales que acechan nuestro paisaje político contemporáneo. Estos retratos hacen eco a lo que Michel Foucault describía como el “poder pastoral”, esa forma de gobernanza que pretende cuidar de su rebaño mientras ejerce un control absoluto sobre él. Cada pincelada es un análisis político, cada tonalidad un comentario sobre la naturaleza del poder en nuestra sociedad mediatizada.
En sus vistas de Tarnów, su ciudad natal, o en sus pinturas de sitios industriales como las fábricas de Azoty, Sasnal transforma lugares ordinarios en escenas casi apocalípticas. Estos paisajes no son ajenos a lo que Jean-François Lyotard llamaba el “sublime contemporáneo”, esa sensación vertiginosa frente a la inmensidad tecnológica e industrial que nos rodea. Pero, a diferencia de los románticos que buscaban lo sublime en la naturaleza salvaje, Sasnal lo encuentra en las periferias urbanas, las zonas industriales abandonadas, los no-lugares de nuestra modernidad tardía. Pinta estos espacios con una atención particular a los detalles que revelan su historia: las huellas de desgaste, las marcas del tiempo, las cicatrices dejadas por la actividad humana. Estos paisajes son testimonios silenciosos de la transformación brutal de la Polonia poscomunista, pero también metáforas más amplias de nuestra relación problemática con el medio ambiente en la era del antropoceno.
El otro aspecto de su obra es su relación con los medios de comunicación masiva y la cultura popular. Sasnal no duda en nutrirse de las portadas de discos, las películas, la publicidad o Internet. Pero atención, no se trata de un simple reciclaje pop art al estilo Warhol. No, Sasnal utiliza estas imágenes como arqueólogos usan artefactos: para comprender nuestro presente a través de sus representaciones más banales. Esto es lo que Jacques Rancière llama el “partage du sensible”, esa redistribución de las imágenes que determina lo que es visible y lo que no en nuestra sociedad. Cuando pinta una escena sacada de una película o una imagen encontrada en Internet, no se limita a reproducirla, la transforma, la deconstruye, la reinventa para mostrarnos lo que se esconde detrás de su superficie aparentemente anodina.
En sus películas, realizadas a menudo en colaboración con su esposa Anka, como “It Looks Pretty from a Distance” (2011), Sasnal lleva aún más lejos esta exploración de nuestra relación con las imágenes. Estas obras cinematográficas no son simples extensiones de su práctica pictórica, sino meditaciones profundas sobre la naturaleza misma de la representación. Al usar frecuentemente actores no profesionales y filmar escenas aparentemente banales con una intensidad casi insoportable, crea lo que Gilles Deleuze llamaba “imágenes-tiempo”, imágenes que nos obligan a pensar el tiempo mismo. Sus películas son experiencias visuales radicales que cuestionan nuestros hábitos como espectador y nuestra forma de consumir las imágenes.
Su trabajo sobre la memoria colectiva es particularmente conmovedor. Cuando aborda temas como el Holocausto o el comunismo, nunca lo hace de manera directa o ilustrativa. Al contrario, encuentra ángulos oblicuos, enfoques indirectos que hacen estos temas aún más presentes en su aparente ausencia. Esto es lo que el historiador Pierre Nora llamaba los “lugares de memoria”, esos puntos de cristalización de nuestra memoria colectiva. Sasnal comprende que ciertas realidades históricas son demasiado complejas, demasiado dolorosas para ser representadas directamente. Por lo tanto, elige acercarse a ellas por la periferia, creando obras que funcionan como ecos, reverberaciones de esos traumas históricos.
Lo que es especialmente notable en Sasnal es que mantiene una coherencia conceptual mientras varía constantemente sus enfoques estilísticos. Puede pasar de una pintura hiperrealista a una abstracción gestual sin perder nunca el hilo conductor de su reflexión sobre la imagen. Esta versatilidad no es inconsistencia, sino más bien lo que el filósofo Theodor Adorno llamaba la “no-identidad”, esa capacidad para resistir toda categorización definitiva. Cada nueva serie, cada nuevo proyecto es una exploración diferente de nuestra relación con las imágenes, la historia y la memoria.
Su práctica de la pintura es profundamente contemporánea, no porque siga modas o tendencias, sino porque interroga constantemente qué significa pintar hoy en día. En un mundo saturado de imágenes digitales, donde la fotografía y el vídeo son omnipresentes, Sasnal reafirma la relevancia de la pintura no como una práctica nostálgica o reaccionaria, sino como un medio único para interrogar nuestra relación con lo visible. Cada cuadro es una propuesta sobre lo que puede ser la pintura en el siglo XXI.
Sus obras más recientes, expuestas especialmente en la Whitechapel Gallery y en Hauser & Wirth, muestran a un artista en la cima de su madurez que continúa sin embargo tomando riesgos. No duda en abordar temas candentes como la crisis de los refugiados o el auge de los populismos en Europa, pero siempre con esa distancia crítica que caracteriza su trabajo desde sus inicios. Estas obras nos recuerdan lo que Hannah Arendt decía sobre la “banalidad del mal”, cómo las tragedias más grandes pueden surgir de las situaciones más ordinarias. Sasnal nos muestra que el arte contemporáneo aún puede estar políticamente comprometido sin caer en el didactismo o la propaganda.
Sasnal nos hace ver lo extraordinario en lo ordinario, lo político en lo personal, lo histórico en lo cotidiano. No busca darnos respuestas fáciles ni juicios morales prefabricados. Al contrario, nos obliga a cuestionar nuestra propia posición de espectador, nuestra propia complicidad en los sistemas de representación que él escenifica. Esto es lo que Jacques Derrida llamaba la “deconstrucción”, ese proceso constante de cuestionamiento de nuestras certezas más fundamentales. Cada cuadro es una invitación a repensar nuestra relación con las imágenes, la historia y la memoria.
La importancia de su trabajo va mucho más allá del ámbito del arte contemporáneo polaco o incluso europeo. Sasnal ha logrado crear un lenguaje visual que habla de manera universal mientras permanece profundamente arraigado en su contexto cultural e histórico específico. Esto es lo que el filósofo Paul Ricoeur llamaba la “paradoja de lo universal y lo particular”, cómo una experiencia singular puede adquirir un alcance universal. Sus obras nos hablan de la Polonia postcomunista, pero también de nuestra condición contemporánea global, de nuestras ansiedades colectivas, de nuestras esperanzas y miedos.
Wilhelm Sasnal es mucho más que un pintor talentoso, es un verdadero filósofo de la imagen, un pensador que utiliza la pintura como herramienta de investigación de lo real. Cuando parece que todo ya ha sido mostrado, fotografiado, filmado, él consigue aún sorprendernos, desestabilizarnos, hacernos ver de otra manera. Su obra nos recuerda que el arte no está para consolarnos en nuestras certezas, sino para sacudirlas, para obligarnos a mirar aquello que a veces preferiríamos no ver.
Entonces sí, panda de snobs, Wilhelm Sasnal es quizás uno de los artistas más importantes de su generación, no porque haga “bellas” pinturas o porque tenga cotización en el mercado del arte, sino porque nos obliga a repensar nuestra relación con las imágenes, la historia, la memoria y el presente. Cuando la imagen en nuestra época se ha vuelto a la vez omnipresente e insignificante, su trabajo nos recuerda que la pintura aún puede ser una herramienta crítica poderosa, un medio de resistencia contra la banalización generalizada de nuestra experiencia visual. Sasnal nos muestra que todavía es posible crear imágenes que importan, imágenes que nos obligan a pensar, a sentir, a recordar. Y quizás esa sea su mayor logro: haber devuelto a la pintura su capacidad para emocionarnos y hacernos reflexionar, en un mundo que parece haber perdido la capacidad para ambas cosas.
















